2007/03/14

Mi picó de tres patas.-

esperando por el upload de las imagenes

Mi picó de tres patas.- En mi juventud tuve la oportunidad de recibir, tal vez como regalo de cumpleaños, un aparatito electrónico que ayudó en mucho a la bohemia de esos días de entrenamiento para la vida. Se trataba de un fonógrafo a baterías, de reducido tamaño, con tres endebles patas que soportaban los abusos con que a cada rato se enfrentaba. Pero no por pequeño dejaba de proporcionar ratos y ratos de alegría. En el se podían colocar discos de vinilo de 33 ½, 45 y 78 RPM y su sonido, guardando las distancias, nos servía para el más dilecto de los fines: llevábamos serenatas a cuanta niña de ojos grandes se le ocurría mirarnos y dejarnos mirarla. Cumplía sus fines con paciencia y sus pilas daban de si hasta el último de los amperes. Tanto me acostumbré a mi “picocito” que hasta para la montaña lo llevaba. Y es que con el no solo tenía compañía en momentos de soledad social, cuando caminaba en esos montes, sino que podía tener lo que ningún serenatero, por mejor que este fuese: tenía las voces de todos y cada uno de los artistas que, en el momento, hacían arrebolar a tantas muchachitas buenas mozas…- Como todo precursor, adolecía de muchas limitaciones tanto por lo técnico como por lo físico. Ni que hablar de compararlo con los actuales artilugios que en milímetros permiten sonido estereo, el solo tenía una corneta, ¡pero que corneta!, parecía la corneta de los autobuses de tablita que nos llevaban hacia los pueblos aledaños, sonaba que daba gusto, aun con todo lo chirriante y metálico de su tono. Y en cuanto a lo físico, era tan pequeño que los discos con su tamañote, sobresalían, además de ser una polilla el cargarlos y cuidarlos de los elementos de la naturaleza y de los elementos que con sus arteras manos pretendieran apoderarse de ellos. En las fiestas con licor y, claro, en las serenatas de madrugada, cuando el brandicito se servía, sus tres patitas temblaban pues sabían que, tarde o temprano, alguien caería sobre ellas. Incontables fueron las veces en que, desbaratado por la bohemia, podía decir que su ratón era más fuerte que el de los cantantes. Le pasaba lo que a cualquier brazo recién vacunado, todo el mundo tenía que tocarlo. Claro, su popularidad fue muy grande, tanto que todo el mundo hablaba de el, parecía realmente una moneda de oro, por eso había que cuidarlo mucho. Su vida útil no fue muy larga, entre el alcohol y los amigotes fue perdiendo cualidades y llevando golpes se hizo viejo. A fuerza de tener tantos amigos desarrolló unas amistades peligrosas que, finalmente, lo raptaron y desaparecieron de nuestro entorno. Al momento de su perdida mi tristeza fue muy grande, fue un amigo, un compañero, leal, callado, acostumbrado al aguante de las palabrotas que agradecían o exigían sus bondades. Compañero de farras, testigo mudo de mis primeros escarceos, regalo prometido a no se cuantas niñas, medicina contra el guayabo, són de nuestros bailes más tranquilos, alegría de noches de bohemia, sustituto de Rocolas inservibles, propiciador de encuentros. De seguro que quien lo tomó para sí lo disfrutó tanto como yo. Hoy ya disfrutamos de sus descendientes, caminamos, trotamos y corremos con los audífonos del radiecito, o del celular, o del MP3. Algo casi invisible por lo reducido de su tamaño nos acompaña. Y aún siendo tan pequeños estos descendientes tecnológicos, todavía permiten que se comparta su disfrute, no tanto como obligaban los ancestros, claro, pero si mediante audífonos para compartir el sonido, lo que tal vez sea mejor para las parejitas que lo utilizan. Sin embargo, mi “picocito” solo se compara hoy en día con los equipos extraordinarios que les montan a las 4X4 y que cuestan una millonada, en nada comparable su sonido estruendoso y dicharachero, con el sonido que nos permitía brindar las serenatas sin que ningún padre ofendido saliese a darnos pelea, o mejor dicho, a darnos pelea “por el volumen de la música”. Su tapa era plateada, servía de soporte para el disco, lo balanceaba; tenía un brazo con una aguja de las que vendían en la “Casa Parejo” y en el “Palacio de la Música”; peleábamos por creer que la aguja si era de diamante, la mitología cotidiana así lo requería, lo cierto es que tenia varias agujas, algunas mejores que las otras y se notaba cuando se les intercambiaba. Para las serenatas no usaba las mejores, esas eran para ocasiones muy especiales, cuando el sonido se ponía bajito y las cabezas se acercaban y las canciones eran lennnnnntas… Cuando las notas realmente se acercaban al alma y la desbalanceaban. Ese era el momento que se esperaba conseguir… corazones latiendo apresurados, mejillas sonrosadas… Ansias juveniles en una ciudad de montaña que se abría al mundo estrenando un teleférico, más alto, más largo y con mayor distancia entre torres, en todo el orbe, y hasta allá fue a dar mi “picocito”, bailamos con su música en todas las estaciones, y en los refugios de montaña que para la época existían. Retumbó en La Cabaña, en Las Cascadas, en La Cara del Indio, en las lagunas, en el Monte Zerpa, y fue compañero constante en La Llanada. Trato de ahogarse en Timoncitos en caída memorable, nos acompañó por todas las avenidas de la ciudad y aún hoy algunas personas lo recuerdan con cariño por lo que representó en su momento. Hay objetos que se ganan nuestro cariño y nuestro reconocimiento, generalmente es después de los años cuando lo reconocemos y en esto los acercamos a lo animado y les comparamos en acciones y omisiones, tal cual lo hacemos con nuestros amigos y conocidos. Alguien escribió que… a medida que conozco más a los humanos, quiero más a mi perro… es una frase atroz, sin embargo, la imposibilidad para tener segundas intenciones, aceptando que tengan la primera, es la diferencia que marca las distancias. La gente espera de nosotros, y nosotros de ellos, que no existan segundas intenciones en lo que pensamos y hacemos, pero que difícil es lograrlo, es una tarea como la de Diógenes y su lámpara en la busca del hombre justo…

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