RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
viernes 5 de julio de 2013 12:00 AM
(Dedico a Mérida)
Uno de los espectáculos que más disfruto en la vida es el contemplar la magnificencia de la Sierra Nevada de Mérida, que forma parte del denominado Parque Nacional Sierra Nevada, sobre todo en días como hoy (escribo esto el martes 2 de julio), cuando amanece completamente bañada de nieve y su resplandor se hace perturbador, exquisito y eterno. Debo confesar -no sin rubor- que nunca me encaramé en un vagón del teleférico para ir hasta pico Espejo, por aquello del miedo ancestral a las alturas y por el vértigo que produce sentir que tu vida pende de un hilo (literalmente) y que eres nada en medio de unos glaciares que están (y estarán) desde siempre como testigos de un universo misterioso, que se hace así mismo en una especie de autarquía inaudita y demencial.
En junio de 1995 tomé el DC9 que llegaba a Mérida con rumbo a Maiquetía: me proponía realizar una estancia de un mes en la Ciudad de México para estudiar plantas medicinales. Recuerdo que el avión iba repleto de turistas norteamericanos, ingleses e italianos, que retornaban a sus lugares de origen luego de unas plácidas vacaciones en estos lugares tan apartados del mundo. De pronto al capitán se le ocurrió la ingeniosa idea de darnos un "paseíto" sobre la Sierra Nevada, para que los turistas pudieran acabar sus rollos de película (en aquellos tiempos no habían cámaras digitales) y cerraran con broche de oro su permanencia en Mérida. Bueno, como comprenderán, en aquel momento me encomendé al santo de mi devoción y me incorporé al entusiasta grupo de viajeros que desde las ventanillas observaban con asombro la roca viva (diría que a pocos metros de distancia por la osadía de aquel intrépido capitán), y los destellos plateados que la nieve reflejaba con el sol. Yo, que no había querido jamás montarme en el teleférico (y oportunidades había tenido de sobra), de pronto me vi sobrevolando (a más de cinco mil metros de altura) las muchas hectáreas que conforman el parque y pude detallar, sin la ayuda de ninguna herramienta tecnológica que ampliara mi visión, las fluctuaciones del relieve, los picachos, las hondonadas, el espléndido contraste entre el gris oscuro de la roca y la blancura angelical de la nieve, y, por supuesto, las hermosas lagunas que desde la altura parecían petrificadas en un largo sueño.
La experiencia fue, debo decirlo, en un primer momento aterradora (porque se hacía infinita y abismal); pero a la larga muy didáctica, ya que el capitán, entrenado en aspectos turísticos, nos iba anunciando los nombres de los picos en la medida que los sobrevolábamos. Fue entonces cuando me percaté en la práctica (ya que lo había estudiado años atrás en el colegio) del porqué don Tulio Febres Cordero nos hablaba de cinco águilas blancas y no de más (ocho o quizá nueve). Las cinco águilas blancas del hermoso poema de don Tulio son los picos más altos y emblemáticos de la Sierra Nevada: pico Bolívar, La Corona (en los que se incluyen al pico Humboldt y el pico Bonpland), el pico La Concha, el pico El Toro y el pico León. Quedan por fuera de la leyenda del Patriarca de las letras merideñas (como se le conoce a Tulio Febres Cordero) el pico Espejo y el pico Mucuñuque, de menor altura. Recuerdo que para ese entonces el capitán hizo referencia a los 5.007 msnm del pico Bolívar, como se había establecido desde comienzos del siglo XX, pero hoy, con la ayuda de los equipos satelitales se determinó que la altura (todavía aproximada) del pico Bolívar es de 4.978, 4 msnm. ¡Uf!, respiré profundo cuando al capitán se le agotó por fin la historia (y el caletre) y nos enfilamos con rumbo al mar.
Esta mañana, cuando desde mi casa observaba el grandioso espectáculo de la Sierra de Mérida, completamente cubierta de nieve, y tomábamos fotografías, me sentí maravillado al percatarme de su imponencia, y créanme que un extraño frío recorrió mi espalda al recordar, que hace dieciocho años exactamente sobrevolé esos picos; y no pude evitar recitar a mis adentros el comienzo del celebérrimo poema de don Tulio: "Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas enormes cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montañas...".
Sin duda, una experiencia mística.
@GilOtaiza
Como ANDIGENA de nacimiento y vocación, gracias a Gil Otaiza por esta experiencia.