La malaria se esparce por Venezuela en medio del
colapso económico
La búsqueda desesperada
de oportunidades sacó la malaria de las remotas minas de la selva donde
sobrevivía en silencio, y volvió a diseminarla por el país a niveles que no se
veían desde hacía 75 años.
Por NICHOLAS CASEY 16 de agosto de 2016
MINA ALBINO, Venezuela — Cuando Reinaldo Balocha
volvió a enfermarse de malaria por duodécima vez, no descansó para nada. Aún
con la fiebre sacudiendo su cuerpo, se echó el pico al hombro y regresó a
trabajar en la mina ilegal de oro donde pica piedras.
Balocha, un técnico en computación, no encajaba en el
trabajo de las minas; sus manos suaves solían golpear el teclado, no la tierra.
Sin embargo, la economía de Venezuela
colapsó a tal grado que la inflación
anuló su salario, y con él sus esperanzas de conservar una vida de
clase media.
Es por eso que Balocha —al igual que decenas de miles
de personas de todo el país— viajó hasta estas pantanosas minas a cielo abierto
en busca de un futuro.
Aquí se encuentran meseros, oficinistas, taxistas,
profesores universitarios y hasta funcionarios públicos que están de
vacaciones y salen a cribar oro para el mercado negro, bajo la
supervisión de un grupo armado que les impone tarifas y los amenaza con
amarrarlos a los postes si desobedecen.
Esta es una sociedad
en crisis, un lugar donde la gente educada abandona los cómodos
trabajos que tienen en la ciudad por duros y peligrosos trabajos en canteras
lodosas, desesperados por lograr que el dinero les alcance.
El costo es elevado: la malaria, durante mucho tiempo contenida en la
periferia del país, ha regresado para vengarse.
Venezuela fue el primer país del mundo en acabar con
esta enfermedad en sus zonas más pobladas; lo hizo en 1961, mucho antes que
Estados Unidos y otros países desarrollados, según la Organización
Mundial de la Salud (OMS). Fue un gran logro para una pequeña
nación, una acción que allanó el camino para el desarrollo de Venezuela
como potencia petrolera y alimentó las esperanzas de que fuese un modelo que
ayudaría a erradicar la malaria en todo el mundo.
Pero en Venezuela, el reloj marcha hacia atrás.
El colapso
económico del país ha traído de regreso esta enfermedad;
la sacó de las remotas minas de la selva donde sobrevivía en silencio, y volvió
a diseminarla por todo el país a niveles que no se veían desde hacía 75 años,
según los expertos.
Todo comienza en las minas. Por la crisis económica,
al menos 70.000 personas de todos los estratos sociales han visitado esta
región minera desde el año pasado, asegura Jorge Moreno, un médico venezolano
experto en mosquitos que actualmente trabaja cerca de las minas. Miles de
personas se están infectando a medida que aumenta la explotación de oro en
pozos llenos de agua, que son el caldo de cultivo perfecto para los mosquitos
que transmiten malaria.
Luego, cuando ya tienen el parásito en la sangre, las
personas regresan a sus casas en distintas ciudades de Venezuela. Por la
crisis económica a menudo no hay medicinas y la fumigación es escasa,
entonces la malaria enferma a decenas de miles de personas y causa la
desesperación en ciudades enteras.
“El oro hizo que este lugar se volviera atractivo;
provocó una gran migración y, en consecuencia, la diseminación de la malaria”,
explicó Moreno. “Con la crisis llega esta enfermedad que se agudiza con las
malas condiciones”.
Una vez que sale de las minas, la malaria se propaga
rápidamente. A cinco horas de distancia, en Ciudad Guayana, un antiguo enclave
industrial donde hay muchos desempleados que se han dedicado al trabajo en las
minas, un grupo de 300 personas llenaba la sala de espera de una clínica en
mayo. Todos tenían los síntomas de la malaria: fiebre, escalofríos y temblores
incontrolables.
No había luz porque el gobierno había racionado la
energía para ahorrar electricidad. No había medicinas porque el Ministerio de
Salud no las había entregado. Los médicos hacían pruebas de sangre con las
manos desprotegidas porque ya no tenían guantes.
Maribel Supero abrazaba a su hijo de 23 años que
temblaba sin poder hablar. José Castro sostenía a su hija de 18 años que
gritaba. La doctora Griselda Bello movía sus manos con un gesto de impotencia y
le decía a otro paciente que esperara un poco más. Las pastillas se habían
acabado y no había nada que pudiera hacer.
“Regrese mañana a las 10 de la mañana”, le sugirió al
enfermo.
“Ay, Dios”, respondió el paciente. “Uno se podría
morir de aquí para allá”.
“Sí, efectivamente”, confirmó la especialista.
En la población vecina de Pozo Verde, los habitantes
dijeron que la malaria había llegado después de que los mineros
comenzaran a regresar enfermos a sus casas, y los fumigadores del gobierno
desaparecieron hace dos años. Hoy, el colegio secundario público se ha convertido
en una incubadora: desde noviembre de 2015, la cuarta parte de sus 400
estudiantes se contagiaron de malaria.
“Se podría pensar que íbamos a hacer algo: acordonar
la escuela o declarar la cuarentena”, dijo Arebalo Enríquez, el director
de la escuela, quien contrajo malaria junto con su esposa, su madre y siete
miembros más de su familia.
Oficialmente, la propagación de la malaria en
Venezuela se ha convertido en un secreto de Estado. El gobierno no ha publicado
informes epidemiológicos sobre la enfermedad durante el último año y afirma que
no hay crisis.
Sin embargo, el informe más reciente que The New York
Times obtuvo de médicos venezolanos confirma que se está produciendo un repunte
de la enfermedad. Según ese documento, el año pasado los enfermos de malaria se
incrementaron en un 56 por ciento, alcanzando una cifra de 136.000 casos.
Foto cola de espera para atención médica
La enfermedad se ha expandido rápidamente por todo el país;
ahora hay casos en más de la mitad de los 23 estados. Entre las cepas presentes
se encuentra la Plasmodium falciparum, la
forma más letal y grave de la malaria.
“Es una situación de vergüenza nacional”, dijo José Oletta, exministro
de Salud de Venezuela que vive en Caracas, donde los casos de malaria también
están apareciendo ahora. “Yo veía este tipo de casos cuando era un estudiante
de medicina, hace medio siglo. Esto me duele. Esa enfermedad había
desaparecido”.
En El Dique, una población rural donde la malaria no se conocía
hasta hace dos años, Juana García, de 66 años, estaba sentada afuera de su
casa. Había enviudado recientemente, porque su esposo contrajo la
enfermedad y murió. Prácticamente no hablaba ni se movía de la silla.
“Ella va a seguir luchando”, aseguró Ana María Padrón, su hija.
En la casa de Padrón, sus dos hijos también combatían la
malaria. La fiebre comenzó en la mañana: a las 8 en el caso de Omar, de 8
años; y a las 11 empezó con fiebre Arístides, de 7 años. La familia no
había encontrado ninguna medicina. Los niños solo habían recibido
analgésicos.
“Estamos rezando”, dijo la madre.
La
tentación del oro
Las minas ilegales están desperdigadas a lo largo
de decenas de kilómetros; van dejando un tramo marcado de viruelas en la
tierra, donde la selva se abre para dar paso a innumerables cráteres y
cicatrices.
Algunas operaciones mineras tienen el tamaño de pequeñas
piscinas donde dos hombres tamizan el barro con cacerolas, como si fuese una
escena sacada de las explotaciones de yacimientos auríferos que se realizaban
en California hace más de un siglo. Otros drenan anchos pantanos con
enmarañadas redes de tubos y bombas. En otro lugar, cientos de buscadores de
oro hurgan la tierra roja y blanca en una excavación que tiene 15 pisos de
profundidad y la longitud de un campo de fútbol americano. La llaman Cuatro
Muertos.
Esto no debería suceder. En el pasado las reservas de oro fueron
controladas por una empresa canadiense antes de que el presidente Hugo Chávez
la expropiara y se comprometiera a utilizar sus recursos para financiar su
revolución socialista.
Pero esa operación siguió el mismo patrón de mala gestión y
abandono que muchas otras expropiaciones durante la era de Chávez.
Eventualmente el Estado abandonó el territorio alrededor de la mina, y sus
beneficios potencialmente lucrativos. Los explotadores de oro se apoderaron de
la zona, y también llegaron los grupos armados que se hacen llamar la ley.
Pero al menos hay comida.
Foto medico pinchando oreja
Mientras el país se convulsiona por la escasez de comida y los
disturbios, mientras las multitudes hambrientas saquean las tiendas, los
restaurantes y las panaderías, el pueblo minero de Las Claritas, a corta
distancia de la mina Albino, vive en relativa abundancia.
Los restaurantes ofrecen menús completos. Los mercados
callejeros están llenos de frutas y llegan camionetas cargadas de calabazas. En
un país donde escasea el jabón, se venden una docena de marcas distintas en una
tienda cuyos propietarios son chinos, también ofrecen siete modelos de
televisores con pantalla plana. Los mineros desembolsan gordos fajos de
billetes, producto de sus ganancias por el oro, y los pasan por una
máquina contadora.
La promesa de una Venezuela diferente, un país donde haya
suficiente comida y trabajos bien pagados, llevaron a Yudani González a
abandonar sus estudios en Ciudad Bolívar, la capital del estado Bolívar, donde
ha aumentado el desempleo. Se marchó para dirigir un desvencijado campamento en
la selva donde cocina para los mineros con una mano y cuida a dos niños
pequeños con la otra.
“Aquí puedes salir adelante”, dijo González mientras bañaba
a su hija de dos años en un balde de plástico al mismo tiempo
que cocinaba.
Danneris Flores, una empleada del gobierno que tiene un segundo
trabajo como cocinera de un campamento minero, se sentó cerca. Flores es
asistente administrativa en una clínica estatal de salud, pero la moneda
venezolana ha caído tanto que su salario es apenas de un dólar al día, según el
valor actual de la divisa en la calle.
Así que pidió vacaciones y las usó para trabajar un par de
semanas en las minas.
Su cuñado trabaja para PDVSA, la petrolera estatal, y hace lo
mismo. Flores cuenta que al trabajar por un corto periodo en las minas
gana dos veces su salario mensual. Contaba los días que le faltaban para
regresar a casa y ver a sus tres hijos.
“Nunca imaginé que trabajaría en una mina”, le comentó a
González, mientras servían la comida. “Antes las personas pensaban en ir a la
escuela”.
Un minero entró a saludar a las mujeres y dijo que recientemente
había visto a alguien morir de malaria. González comentó que había sufrido la
enfermedad en cuatro ocasiones. Su hijo, de cuatro años, ha contraído
malaria en tres oportunidades.
“Te cobran dos gramos de oro por la medicina”, explicó.
“Tú pagas lo que te pidan”.
No todos pueden encontrar la medicación, a pesar de las
ganancias del oro.
Hace unos días, José Yoel Castillo se tambaleaba en la entrada
de la clínica de malaria en Las Claritas; cargaba en sus hombros a dos
familiares mientras convulsionaba y no podía hablar.
FOTO MUESTRAS DE SANGRE
Castillo se ganaba la vida en la población de Caicara del
Orinoco llevando pasajeros en la parte de atrás de su motocicleta. Pero un
grupo armado le quitó la moto y Castillo no pudo comprar una nueva.
Así que se vino a las minas. Rápidamente consiguió trabajo y
dinero, incluso para comprar la medicina contra la malaria la primera vez que
se enfermó. Sin embargo, cuando los síntomas aparecieron por segunda vez, no
pudo encontrar el tratamiento en ninguna parte.
“Algunas personas pueden seguir trabajando y superarlo”,
dijo su cuñado, Alejandro López. “Pero otros no”.
Incluso con dinero en los bolsillos, los mineros conocen los
peligros de regresar a casa.
Josué Guevara, de 20 años, abandonó sus estudios
en ingeniería industrial para venirse a las minas. Alguna vez se imaginó
como director de Alcasa, la compañía estatal de aluminio. Sin embargo,
dijo, sus familiares que trabajan allí apenas podían comprar comida.
“Ahora tengo otras metas”, aseguró, parado sobre el borde
del cráter de la mina Cuatro Muertos, donde ahora vive y trabaja.
Usando gasolina y otros químicos para extraer el oro, Guevara
gana 500.000 bolívares (cerca de 500 dólares en el mercado negro) durante una
buena racha de dos semanas, lo que equivale a 75 veces el salario mínimo. Sin
embargo, cuando este verano contrajo la malaria, hizo lo mismo que otros
mineros: regresó a casa para recuperarse y llevó la enfermedad consigo.
“Todo tiene sus riesgos”, dijo.
Del otro lado de la mina, Pedro Pérez, de 38 años, se sienta en
una estructura hecha con tres postes y un toldo donde duerme con otros
diez mineros. En marzo dio positivo de malaria dos veces. La tercera vez ni se
molestó en que le hicieran la prueba.
“Estaba recostado y sentía los mismos síntomas”, relató.
Él también regresó a su casa en Ciudad Bolívar, donde su madre
se contagió de malaria. “Nosotros llevamos la enfermedad”, dijo Pérez. A veces
recuerda su vida antes de llegar a las minas durante el otoño pasado: era supervisor
en una refinería estatal de metal.
FOTO MARIBEL SUPERO
También era dueño de una casa con cuatro habitaciones y dos
baños, así como de un Ford Focus 2005. Junto con su esposa, que es abogada,
solía viajar a Margarita, una isla tropical en la costa norte de Venezuela.
Sin embargo, antes de que perdiera su trabajo el año pasado, la
caída de la moneda venezolana había reducido el valor de su salario a unos 26
dólares mensuales. Finalmente dejó su casa para ir a la mina.
“No me acostumbro a bañarme en un río de agua sucia”, dijo.
“Creo que antes tenía una buena vida”.
Hace unas semanas, su esposa vino a Las Claritas para comprar
provisiones como comida y jabón que no encontraba en Ciudad Bolívar. La pareja
pasó tres noches en un hostal de los mineros. Después de que su esposa se
fue, Pérez sintió las tensiones en su matrimonio.
“’Sé que es difícil para ti’, le dije, ‘pero tenemos que aceptar
esta nueva realidad’”, contó Pérez.
En Las Claritas, sentada en la mesa de un oscuro burdel que
olía a alcohol, estaba Angélica, una joven de pelo negro cuyos padres no
saben que es prostituta. Hace tres meses dejó la ciudad de
Maturín, cuando comenzaron a estallar los disturbios por la
escasez de comida.
“Antes tenías que hacer fila durante horas, pero algo
conseguías”, relató Angélica, que no quiso dar su apellido. “Pero ahora ya no
queda nada allá”.
Hoy gana el equivalente a 40 dólares cuando un minero
quiere pasar la noche con ella. Lo más común es que el dinero llegue en cuotas
de a ocho dólares, que es lo que gana cuando un cliente quiere tener sexo
e irse enseguida.
A veces, cuenta, puede llegar un cliente que tiembla de fiebre y
no puede hacer nada porque tiene malaria. Otras veces es el dueño de una de las
tiendas chinas. Los hombres vienen de todos los rincones del país.
“La parte más difícil de esta vida es estar con alguien a quien
no amas”, dice.
El
regreso de la malaria
Venezuela solo vivió su auge después del declive de la malaria.
Era la década de 1920 cuando se descubrieron los yacimientos
masivos de petróleo que desencadenaron una bonanza económica.
Por ese entonces dos tercios de Venezuela estaban muy afectadas
por la malaria, una situación que se interponía entre el país y su riqueza. Más
tarde esas tristes escenas fueron inmortalizadas en Casas
muertas, una novela de 1955 escrita por Miguel Otero Silva en la
que se cuenta la historia de las muertes provocadas por la malaria entre los
trabajadores petroleros que luchaban por sobrevivir.
Liberar a la nación de la malaria se convirtió en un tema
central para el desarrollo de Venezuela, aseguró Oletta, el exministro de
Salud.
“Solo después de que la malaria se
fuera podían llegar los caminos y la industria”, afirmó. “Era un
país enfermo y, cuando se recuperó, las cosas cambiaron”.
Esta tarea transformadora fue liderada por Arnoldo
Gabaldón, el exministro de Salud que inició uno de los primeros esfuerzos a
gran escala para erradicar la malaria y se convirtió en héroe nacional.
Varios equipos construyeron canales de irrigación en las zonas
rurales de Venezuela para drenar las pozas de agua estancada y construyeron
casas de hormigón para que los mosquitos tuvieran menos sitios donde
reproducirse. Gabaldón fundó un centro de investigación en la ciudad de Maracay
para ampliar la misión y capacitar a funcionarios de América Latina y África,
entre otras regiones.
Sin embargo, fue el uso de insecticidas —inicialmente DDT y
otras sustancias— lo que comenzó a revertir la situación. Las paredes de casi
todas las casas rurales fueron rociadas, una técnica que mataba a los mosquitos
cuando estos se posaban a descansar. Los fumigadores dejaban un sobre con la
fecha en que volverían. Para 1949, las muertes por malaria habían descendido
drásticamente: de 300 por cada 100.000 personas a solo nueve.
Foto carlos fREYDEL
Cuando Hugo Chávez asumió la presidencia, 50 años después, y
comenzó a hacer realidad su visión del socialismo para Venezuela, el sistema
creado por Gabaldón se había desvanecido hacía mucho tiempo,(NO ES CIERTO, existia el Servicio de Malariología),aunque parecía que
la malaria seguía confinada a algunas zonas rurales. Sin embargo, la
reestructuración de la economía durante el gobierno de Chávez y sus seguidores,
junto con la creciente dependencia de las ganancias petroleras y la
instauración de un sistema de control sobre las divisas que restringía los
dólares, cambiaron esa situación.
En 2014 y 2015, cuando los precios del petróleo colapsaron y el
gobierno batalló para conseguir dinero y pagar alimentos, servicios e
importaciones, hubo gran escasez de cloroquina y primaquina, dos medicamentos
para combatir la Plasmodium vivax, una cepa
que produce malaria crónica.
En 2016, los médicos aseguran que hay escasez de casi todos los
fármacos para combatir la malaria, sobre todo de un coctel de medicamentos para
contrarrestar la Plasmodium falciparum, una
cepa mortífera cuyo remedio apenas cuesta un dólar por dosis.
Leopoldo Villegas, un experto internacional en malaria que se
encuentra en Bangkok, aseguró que el gobierno también dependía de métodos poco
actualizados, como el rocío de insecticidas al aire libre, lo que tiene poco
efecto en los mosquitos de malaria. Aseguró que no sabe por qué usan este
procedimiento. Y como no hay informes epidemiológicos de nuevos casos de
malaria, no se sabe cuánta medicina se necesita.
Gustavo Bretas, un experto brasileño en malaria, afirma que en
el pasado Venezuela capacitó a los expertos de toda la región en la prevención
de la malaria. Sin embargo, su incapacidad para contener este brote implica que
ahora está desempeñando el papel contrario: es una amenaza para los países que
lo rodean, particularmente Brasil, donde también hay minas de oro ilegales.
“Está comenzando a diseminarse por los países vecinos”,
dijo, y añadió que la falta de estadísticas oficiales hace que sea difícil medir
la dimensión del problema.
El Ministerio de Salud de Venezuela no respondió a las
peticiones de entrevista, entre ellas una carta que se entregó en sus oficinas.
Oscar Noya ahora trabaja en el viejo laboratorio de
Gabaldón en Caracas debajo de una fotografía de su mentor
luciendo traje y corbata. En los últimos días los pacientes con malaria
volvieron a sentarse en esos escalones; muchos han venido desde las minas. Una
mañana hace poco llegaron 15: 12 de ellos dieron resultados positivos en
las pruebas de malaria.
Foto pozo lleno de agua
Noya intenta arreglárselas sin medicinas esenciales como el
artesunate, que está incluido en la lista de “medicamentos esenciales” de la
OMS para el tratamiento de casos graves de malaria Plasmodium
falciparum. Solo le quedaban tres dosis y necesita seis para tratar
a un solo paciente que presente un cuadro grave.
Una noche reciente un grupo entró en uno de sus laboratorios de
malaria y se robó las computadoras. Es uno de los 20 ataques que este año
se perpetraron contra el Instituto de Medicina Tropical, dijo Noya. El médico
se pregunta si serán personas alineadas con el gobierno.
“Creemos que esto no es más que intimidación porque no nos
quedamos callados y no vamos a guardar silencio”, dijo, en referencia a las
declaraciones públicas que ha hecho sobre la malaria y la propagación de otras
enfermedades.
Noya hizo a un lado las dosis de artesunate, mientras los
pacientes seguían llegando. Los miraba con un aire de desesperación. “Gabaldón
habría muerto de un paro cardiaco si hubiera visto lo que está pasando”,
expresó.
Un orden
fuera de la ley
A pesar de la constante rotación de trabajadores que llegan de
toda Venezuela, hay un claro orden en las minas. Lo impone un grupo armado
conocido como “el Sindicato”.
Uno de los jefes del Sindicato vino a las minas hace unos años a
ejercer su profesión original como dentista. Sigue haciéndolo. Sin embargo, los
escuadrones de vigilantes que controlan este lugar en sus
motocicletas son la verdadera fuente de su riqueza y poder. Lleva cadenas de oro,
dos dientes de oro y prendas doradas que le cubren los nudillos.
Después de que el gobierno abandonara la zona, las minas
crecieron de nuevo. Esta vez desplegaron un ritmo ingobernable mientras
arrasaban el bosque, generando charcos de agua estancada y una
población que es presa fácil de los mosquitos, con lo que allanaron el camino
para la explosión de la malaria.
El jefe, quien prefiere mantener su anonimato porque podría ser
arrestado por las autoridades, dice sentirse orgulloso de la capacidad del
Sindicato para llenar el vacío que dejó el Estado. Reconoce que los castigos
que aplica su grupo pueden ser espantosos, como dispararle en la mano a un
hombre por robar, o amarrar a los postes ubicados a la entrada de la población
a quienes delinquen, junto a un letrero que detalla la fechoría cometida.
Sin embargo, argumentó que la disciplina mantenía bajas las
tasas de crimen en los campamentos y permitía que los mineros hicieran su
trabajo en paz, otro aspecto que se ha erosionado mucho en las peligrosas
ciudades de Venezuela.
Foto: prenda de oro en puño
“Esperar justicia de la policía es un chiste”, afirmó. “Tienes
que imponer tu propia justicia”.
Eduardo Medina está de acuerdo. Es un ex farmacéutico que hace un
año dejó de trabajar en el estado Zulia para dedicarse a la minería porque vio
que la crisis económica se agudizaba.
“Puedes salir a cualquier hora y alguien te puede poner una
pistola en la cabeza para que le des tu teléfono… o amenazar a tu madre con un
cuchillo”, afirmó Medina en su carpa. “Aquí el crimen está controlado. Nos
cobran pero también resuelvan los problemas”.
No obstante, la aparente calma es un engaño. Los conflictos se
levantan en otros lugares donde los rivales se disputan el control de las
minas. En marzo, al menos 17 mineros fueron masacrados en lo que las
autoridades creen fue una de estas disputas.
Durante un descanso, Eduardo Medina miraba hacia la mina donde
sus compañeros trabajaban.
“En cualquier momento te pueden matar en Zulia”, dijo. “Pero
también te pueden matar aquí”.
Según el jefe, en comparación con todos los problemas que hay
que enfrentar para mantener el orden, la malaria es el más difícil. “Con
la malaria estamos jodidos”, dijo.
La tarea de monitorear la enfermedad parece haberle sido
delegada a Miguel Martínez, un funcionario estatal de Salud que trabaja en una
solitaria oficina ubicada a corta distancia del burdel de la mina. Allí examina
las muestras de sangre de los mineros: bajo su microscopio, una tintura pinta
el parásito de malaria de color morado oscuro. El registro que tenía a su lado
mostraba que la mitad de los pacientes que lo habían visitado ese día habían
dado positivo.
Como muchos trabajadores venezolanos de la salud, Martínez
estaba frustrado. “Así como no hay arroz ni frijoles, en este país tampoco hay
medicinas”, dijo.
En la mina caía la noche, ese momento en que el mosquito Anopheles comienza
a alimentarse. En la oscuridad se oía a los feligreses de una
iglesia pentecostés que hablaban como poseídos, y más allá una ruidosa carpa
roja y azul que prometía alcohol y cuerpos desnudos.
Cinco hombres martillaban una veta de cuarzo bajo un toldo, la
pulverizaban y filtraban para separarla del oro. Otros caminaban con el
agua hasta los hombros en pozos llenos de metales pesados, como mercurio;
metían tubos para bombear el lodo. Pájaros tropicales volaban a la distancia.
Foto mina 4 muertos
“¿De verdad la malaria viene de
los mineros?”, preguntó Aníbal Flores, un minero de 28 años que dormía en
una hamaca colgada entre dos columnas, al lado de la mina. “Pero ¿a qué otro
lugar podemos ir a buscar dinero? ¿A la ciudad? Allá no hay comida”.
Los venezolanos han tomado el asunto
en sus propias manos. A cinco horas de distancia, en El Dique, los
residentes recolectaron 100 bolívares casa por casa para contratar a un
fumigador que fuera a rociar las calles.
En la mina, donde muchas veces las pruebas de
malaria no están disponibles, los mineros dicen que han desarrollado su propio
examen: beber dos botellas de cerveza. Según esta prueba, si sienten un dolor
agudo en el riñón, donde se alojan los parásitos, el paciente tiene malaria.
Las autoridades sanitarias dicen que eso no sirve.
Sin embargo, Balocha, el técnico de
computación que trabaja en la mina Albino, está vivo gracias a esa prueba. Los
mineros la llaman “la prueba artesanal”. Hace poco había enfermado de
nuevo y ahora esperaba los medicamentos en una clínica.
Balocha recordaba las palabras de su tío,
quien hace un año lo llamó justo cuando su salario como técnico en computación
no valía nada en la ciudad de Valencia. “Aquí hay plata”, le dijo su tío, que
estaba trabajando como minero. “Tienes que saber cómo encontrarla”.
Balocha comenzó como “palero”, el trabajo de
menor rango, en el que se dedicaba a romper piedras. Ya desde entonces,
explica, ganaba más de lo que era su salario en la ciudad después de que la
inflación lo disminuyera.
También recordaba la primera vez que tuvo
malaria: “Los escalofríos por todo el cuerpo como si estuvieras entre dos
bloques de hielo”.
“La primera vez que contraje malaria fue la
peor”, dijo Balocha, parado frente al centro de salud donde las personas
esperaban su tratamiento. “No puedes controlar los temblores. Sientes que te
vas a morir. Te sientes como zombi”.
Sin
embargo, dice bromeando, aquí se hará millonario. Cree que algún día se
irá a Europa, lejos de las minas, la malaria y el Sindicato.
Balocha miró al cielo y suspiró. “En la
mina, la felicidad solo es temporal”.