Pozos de agua triste
Voy a apurar una afirmación: estamos ante el gran
regreso del matiné. Las modas siempre retornan. Es parte de su naturaleza. Se
vuelven olvido, nostalgia, burla y, de repente, el columpio de la historia las
mece de regreso. Volvieron los disjockeys, ahora DJ´s, travestidos en estrellas
pop. Volvió el disco de vinil. Reaparecieron los lentes de pasta negra. Y ahora,
crisis mediante, vuelve el matiné.
De auge en los 70 y 80, un matiné era una fiesta
que se realizaba en horario vespertino y le daba licencia a los adolescentes
para divertirse con el amparo de la luz del día. Era el preludio a la adultez.
La planilla de inscripción para entrar luego en los complejos pasillos de la
noche.
La extravagancia es que los matinés de ahora son
de adultos. La razón es una sola: instinto de supervivencia.
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Hace poco viví notoriamente los signos de la
metamorfosis. Tuve tres invitaciones sucesivas: una cena y dos cumpleaños. Iba a
ser un fin de semana intenso para mi hígado, sin duda. Pero lo primero que pensé
fue en los tres regresos a casa que me planteaba tal agenda. Tres madrugadas
“dando papaya”, como dirían en Medellín. Era tentar la suerte en exceso. El país
nos ha acostumbrado a jugar a la ruleta rusa, pero tres noches seguidas suena
abusivo. Mi alivio ocurrió cuando me precisaron que la cena del viernes se
convirtió en almuerzo, la fiesta del sábado sería a la 1 pm y el cumpleaños del
domingo descorcharía el Proseco a partir de las 2 de la tarde. El argumento fue
el mismo: “Tú sabes, la inseguridad”. Más que aprobar los cambios, los aplaudí
como si me hubiera ganado la lotería. Y entonces lo entendí todo: estábamos ante
el centelleante regreso de los matinés. Adolescencia y deja vú en partes
iguales.
***
El boom de la delincuencia en Venezuela hizo
prosperar a varias empresas: compañías de vigilancia, servicio de escoltas,
blindaje de carros. Nah, no es suficiente. El hampa posee un valioso apoyo del
Estado: las calles son cavernas sombrías; la policía está colapsada arrestando
estudiantes y, léase Operación Cayapa, Iris Varela le regala la libertad a 4.600
criminales. Sin olvidar ese sólido aporte llamado impunidad judicial. Preservar
nuestra vida exige entonces cambiar ciertos hábitos. Quizás uno de los más
difíciles sea alterar el espíritu festivo de nuestro ADN.
En el imperio es un riesgo manejar con tres
whiskys en el cerebro. Puedes terminar preso. En la revolución es una temeridad
salir -incluso sobrio- de una fiesta. Puedes terminar en la morgue.
***
Ese viernes, cuya cena mutó en almuerzo, los
amigos reunidos (escritores, humoristas, actores, historiadores) hablábamos de
la opacidad que es hoy el país. Mientras, Claudio Nazoa -desde la cocina- se
afanaba para demostrarnos por qué merece ser el tío de Sumito Estévez. De
pronto, esa animosidad perpetua que es Carlitos Jorgez y un oportuno pianista
comenzaron a ponerle música al sol de las tres de la tarde. Al principio, Jorgez
cantaba bajito, casi de fondo, para no arropar las conversaciones. Pero no había
transcurrido una hora cuando ya todos nos uníamos, discretamente, al estribillo
de alguna canción. Hasta que el alcohol nos dijo que dejáramos la pena. Todo fue
in crescendo. Más canciones, más volumen, más desafinación.
Sorpresivamente, las dos cocineras se sumaron a los coros, con delantal y
cucharón en mano. Ya antes del atardecer parecíamos un grupo que está a punto de
amanecer. Risas, baraúnda, aplausos. Habíamos desalojado la depresión colectiva
a empellones. Un detalle notorio es que más del 70% de las canciones que
entonábamos (o destrozábamos) eran venezolanas. Desde polos margariteños,
pasando por mosaicos de la Billo´s y llegando hasta gaitas inmortales. Entonces,
en plena euforia, descubrí a un entrañable amigo llorando en silencio. Fue tan
sorpresivo como estremecedor. A su lado estaba mi pareja. A ella le contó la
razón de sus lágrimas: “¿En qué lugar del mundo vamos a poder hacer esto?”.
El exilio, esa ruda sombra que nos persigue.
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Los venezolanos nos hemos vuelto aburridos: solo
hablamos de un tema, el caos nacional. Las noticias nos confirman la magnitud
del despeñadero. La calle misma habla de desabastecimiento, precios que te
insultan y miedo a morirnos a destiempo. Toda crisis escribe su propio manual de
supervivencia. Hay gente que ha decidido hibernar a la usanza de los osos.
Convierten sus hogares en grutas donde almacenan la comida que encuentran,
esconden una breve ración de dólares y, sobre todo, guardan su propia vida. Pero
igual la pesadumbre se les cuela por las rendijas. Un remedio contra el
abatimiento colectivo es el ejercicio de la amistad, la camaradería, la risa en
equipo. Cada reunión que planeamos, en rigor, no es más que una conspiración
contra la muerte espiritual. Quizás el ministro del Interior terminaría la frase
de otra manera. Pero seamos sinceros: aquí hay que echarse palos en grupo para
no sucumbir de depresión.
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Acotación: Una botella de whisky ronda los dos
mil bolívares. Ya es imposible cargarle toda la responsabilidad etílica al
anfitrión de una fiesta. Y los venezolanos no somos cosacos, pero parecemos. Esa
tarde todo el mundo trajo alguna bebida. Nadie tuvo tanto éxito como la pareja
que llegó con una botella intacta, nueva, reluciente, de aceite de maíz Mazeite.
El suceso (porque fue un suceso) generó aplausos masivos. Y algo de envidia, que
todo hay que decirlo.
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Luego, en el almuerzo del domingo (rociado de
periodistas y gente del espectáculo) ocurrió otro episodio significativo. El
guión iba por un cauce parecido: exquisita comida, cariño en grandes raciones y
mucho que desbrozar sobre el país. Cada noticia que comentábamos parecía un
martillazo a la sonrisa del cumpleañero. Pero siempre surgía el chiste como
antídoto y el vino como refugio. En cierto momento, alguien dijo que traía algo
que quería compartir con nosotros: una canción. En realidad, tres canciones. Las
había compuesto días atrás. Las traía en maqueta. Era una grabación artesanal:
solo su voz y su guitarra. Que un amigo cualquiera, en la animación de los
tragos, te invite a oír una canción suya puede ser una situación de alto riesgo.
Pero en este caso el amigo se llamaba Yordano di Marzo. No solo era una
diferencia afortunada, sino una excelente noticia.
Recargamos nuestras copas y nos dispusimos
alrededor del equipo de sonido. Estábamos viviendo el privilegio de escuchar, en
modo primicia, Manifiesto, la canción que días después, mezclada y
masterizada, reventaría de entusiasmo en las redes sociales. Nos conmovió
hondamente. Allí estaba de nuevo el juglar urbano haciendo de las suyas.
Poniendo la guitarra en la llaga y el verbo sobre el asfalto. La segunda
canción, Quiero vivir, se convirtió en un pozo de agua triste en los
ojos de todos. Había una conmoción soterrada en el ambiente. Hasta que el
cumpleañero acusó el impacto de la canción en el pecho, como una bomba
lacrimógena. Y lanzó el bramido que tantos venezolanos tenemos atascado en la
garganta: “!Yo no me quiero ir! ¡No me quiero ir! ¡Quiero mi casa, mis perros,
mi Ávila, mis amigos, mi país, coño!”.
Nunca había oído un grito que tuviera a tanta
gente adentro.
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La amistad es una tribu feliz. A ella volvimos. A
su fogata. Celebramos el arte de Yordano. Su compromiso con la vida. Su apuesta
por la comarca. Nos convertimos en fiesta de nuevo. Y brindamos por el pecado
común de querer tanto a nuestro lugar de origen.
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Días después tocó ir al bautizo del hijo de un
respetado amigo. ¿Horario? Matiné. ¿Cómo dudarlo? En un bautizo es más fácil
cumplir con el nuevo reglamento que impone la prudencia. Al final de la velada,
en el momento de las grandes conversaciones, ocurrió de nuevo. El dueño de la
casa y yo braceamos hacia lo hondo. Hablamos de las grietas profundas que exhibe
este pateadero de sueños y afectos donde nacimos. Hablamos de los hijos. De esa
gorra en sus cabezas que es la incertidumbre. De ese asunto cada vez más borroso
llamado futuro. Ya era de noche pero pude advertir cómo, en mitad de tanta
franqueza, a mi amigo se le escurrían dos tajantes lágrimas. El dolor no
escatima en horarios.
Mi pareja me lo comentó en el carro, de vuelta a
casa: “En solo una semana hemos visto a tres hombres llorar por el país”.
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Preguntas que uno se hace:
¿No aspira el presidente de cualquier país a ser
respetado por todos sus habitantes? ¿No le inquieta al heredero de Chávez ver a
tantos venezolanos en crisis? ¿Realmente le importa un carajo la sangría de
ciudadanos que ocurre semanalmente? ¿Es capaz de imaginar cuántas familias en
duelo hay en esta patria segura? ¿Acaso se divierte viendo cómo tantos
compatriotas corren hacia ese abismo que es el exilio? ¿No lo sofoca ver a la
gente apostada en la humillación de colas infinitas para comprar la leche de sus
hijos? ¿No lo reta el entusiasmo de hacer historia y unir las dos crispadas
orillas de venezolanos que hoy se odian? ¿De verdad lo deja inmune confinar a
tantos estudiantes a cárceles como Yare y Tocorón, hipérboles del infierno? ¿No
lo perturba la desesperación de sus madres? ¿Ser el primer presidente obrero de
un país, como se autodenomina, implica despreciar al venezolano que pudo
graduarse en una universidad? ¿Ser revolucionario es darle pasaporte diplomático
a la violencia? ¿Ser camarada es pensar más en Pinar del Río que en Trujillo o
Guarenas? ¿Ser bolivariano es oler tanto a dictadura? ¿Sinceramente, la patria
ideal es esa donde no cabe la gente que piensa distinto?
Un pozo de agua triste en los ojos, eso es hoy
este bendito país. Incluso, en horario matiné.
Leonardo Padrón