Formas del adiós
Por Leonardo Padrón | 3 de Febrero, 2014
La historia ocurrió en el Barrio Carpintero de Petare.
Rayaba la medianoche y los dos hermanos volvían de una fiesta. Algún chiste
cómplice los hizo quebrar el silencio del asfalto con una carcajada. Entonces
apareció la muerte, acompañada de un malandro de la zona, y les vació una
pistola encima. Al día siguiente, en el entierro, la madre ─devastada por la
furia─ dejó caer una maldición: “¡Les juro que todos los muchachos de esta cuadra
se van a morir!”. Nadie sabe quién hizo el rol de verdugo, pero han pasado seis
años y hace apenas una semana exacta mataron al último joven que quedaba vivo
en el perímetro. Así cuentan en las esquinas. Así me relata Elvira, luego de
llorar a su primo asesinado. No le robaron nada. Ni el carro, ni el celular, ni
el dinero. Sólo la vida. Su vecina más próxima obligó a su hijo a regresar a
Colombia hace un par de años, para que no lo alcanzara la sentencia de muerte.
Solo ella tuvo chance de decirle oficialmente adiós a su hijo. Más nadie.
***
En los semáforos hay suficiente tiempo para torcer el
destino. Una mujer, en sus cuarenta, manejaba su camioneta con la desaprensión
de quien siente que la vida le sonríe. Venía del autolavado y todo resplandecía
a su alrededor. Ahora iba al gimnasio. Estaba dispuesta a tener un gran día.
Frenó pausadamente en la luz roja de un semáforo. Vio a su costado un hombre en
silla de ruedas, con la mano extendida y una sonrisa que buscaba un poco de
indulgencia y solidaridad. No era su costumbre, pero ese día se sintió
dispuesta a hacerle un guiño al prójimo. Buscó en su cartera un billete de
Bs.10 y bajó el vidrio sólo lo suficiente para darle el dinero al simpático
indigente. En un veloz movimiento de manos el hombre lanzó una rata viva y
membruda por el espacio abierto de la ventana. La rata corrió sobresaltada de
un lado a otro dentro de la camioneta. La mujer entró en absoluto pánico y se
bajó de la camioneta. Corrió largos metros gritando, histérica, ofuscada por el
asco y el susto. Cuando el espanto la dejó voltear, ya no había camioneta, ni
indigente, ni silla de ruedas. Se quedó incluso sin cartera, papeles ni dinero
en mitad de la calzada. Sólo los brincos de su corazón. El semáforo ostentaba
su luz verde. La luz que parecía decirle adiós a su camioneta y a la
solidaridad con el prójimo.
***
En una pizzería de Los Palos Grandes espero por un pedido
para llevar. Observo un juego de futbol europeo, sin audio, sentado en una
mesa. Desde la barra un hombre me saluda y me pregunta lo inevitable: “¿Cómo ve
usted la vaina?”. Ambos coincidimos en el diagnóstico. Muy sombrío, si acaso
hay que aclararlo. Y siempre la inseguridad como sofoco en las palabras. Me
habla de una cadena que le llegó a su correo donde un organismo importante
envió una clasificación de las áreas de riesgo en la capital. Me va leyendo y
terminamos riéndonos con dolor. Caracas entera resultaba ser una emboscada sin
salida. Me dice que ha pensado en irse del país, pero tiene cinco hijos. El
mayor apenas bordea los 14 años. Un gentío, la verdad. ¿Cómo irse así? Me
muestra la bolsita que carga. Venía de una popular tienda de ropa. Tenía que
comprarle algunas prendas de colegio a su abultada prole. El local ofrecía un
obligado 50% de descuento. Pero apenas le permitían comprar dos piezas por día.
Debía volver al día siguiente por los pantalones para sus otros dos hijos. Y un
tercer día para la camisa que necesitaba el último. Absurdo. No lo acepta. Así
no era este país. Quiere irse de este paisaje ilógico que hoy somos. Pero no
puede. No sabe cómo. No le alcanza el dinero para irse. Tiene prohibido el
adiós.
***
En un reciente viaje a Miami trabé conversación con un
venezolano de origen libanés en la cola de inmigración. Apenas pudo, desfogó
conmigo su conflicto. Su esposa, testigo de un violento asalto en las puertas
del colegio de su hijo, fue presa de un ataque de terror que la llevó hasta Los
Ángeles con el closet entero, hijos y ultimátum. Urgía a su marido a irse con
ella o hacerse de otra vida. El le pidió seis meses del año en curso para tomar
la decisión. El comerciante no quiere mudarse de país. Son demasiados años, un
apego grande, rutinas entrañables. Se le están acabando los ahorros pagando el
sustento de su familia en California. Y de paso, aquí la economía sigue dándose
tumbos contra las paredes. Su vida conyugal está en manos de las medidas que
tome el presidente de la República. Pienso hoy en ese hombre y el adiós
desesperado de su mujer. No es justo con él que la primera medida para acabar con
la delincuencia sea regular las telenovelas. No es justo con su propia historia
de amor.
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“Me fui mucho antes de haberme ido”, escribe Israel Centeno
en un texto que forma parte de Pasaje de Ida, un libro compilado por Silda
Cordoliani que reúne 15 testimonios de escritores que forman parte de este
“convulsionado país de emigrantes” que ahora es Venezuela, como bien lo señala
Silda. “Muchos ya habíamos sido expulsados del país aun estando entre sus
fronteras”, remarca Centeno. Es el primer latigazo que te escribe la guerrilla
comunicacional en la red social Twitter: “¡Lárgate de aquí, maricón!”. Nos
quieren replegados o lejos. En silencio o expulsados por nosotros mismos. Nos
despiden de nuestra propia tierra. Nos lanzan las maletas en la cara con cada
insulto, cada oprobio. Y, valga el cinismo, nos llaman virulentos si dejamos en
claro nuestra opinión.
“Es estando en el país cuando se experimenta con la mayor y
más desgarradora realidad el estar fuera, afuera”, concluye Blanca Strepponi.
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En el estado de Florida conocí una estupenda iniciativa
llamada Microteatro Miami. La idea nació en Madrid. Hoy se replica con éxito en
Biscayne Boulevard. En una suerte de garaje ambientado, en el Centro Cultural
Español, hay seis contenedores donde en cada uno ocurre una obra de teatro
distinta. Cada obra dura máximo 15 minutos. Puedes ver seis piezas en una sola
noche. El ambiente recuerda los mejores momentos del underground que ocurría en
el Festival Internacional de Teatro de Caracas. Tragos, mucha charla, cierta
bohemia, experimentos interesantes. Y, de paso, una enorme presencia de
artistas venezolanos. Es un hecho: la naciente movida teatral mayamera está
sustentada en el talento y la experiencia venezolana. Actores, escritores y
directores que tuvieron que emigrar del país ante la crisis. La mayoría terminó
vencida por los colmillos de la inseguridad. Ganas de seguir vivos, puede
decirse. En las pausas entre obra y obra se escuchan distintas versiones del
adiós al país. Todos te alientan a decidirte, te sugieren el tipo de visa
ideal, el abogado más efectivo, la forma de burlar la resistencia inicial. Te
emborrachan de buenos consejos. Hay una piedra llamada nostalgia en cada una de
sus palabras. Pero intentan disimularla ferozmente. Deben enamorarse de otra
tierra. Y no quieren hacerlo en soledad.
“Solo en la ficción consigo hablar de Venezuela sin que me
falte el aire”, escribe Juan Carlos Méndez Guédez, desde su otra orilla que ya
es España.
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En un café de Brickell, una legendaria protagonista de telenovelas
venezolanas me cuenta crudamente su realidad: “Es muy fuerte, después de tantos
años de trayectoria y reconocimientos, ir de casting en casting, con un
letrerito pegado en el pecho con tu nombre y tus breves centímetros de altura”.
A eso le agrega la desazón que produce renunciar a su acento, tan salpicado de
arepa, queso guayanés y papelón con limón. Es como tener que aprender a hablar
a los cincuenta años. “De paso, debo competir contra 30 mexicanas en cada
casting y hablar como si fuera ellas, como si hubiera nacido en Tijuana”, me
comenta con los ojos agrietados. ¿Cómo se le dice adiós a tus méritos, tu
historia, tu propio pasado?
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Dice Juan Gelman: “País que fue será”.
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Vivimos la hora más menguada de nuestra historia reciente.
La economía es una araña negra que camina sobre nuestros estómagos. La gente
malbarata sus días en colas interminables para conseguir harina, leche y
aceite. La prensa escrita está viviendo una exasperante agonía que puede
desembocar en su desaparición absoluta. Algo inédito en el planeta. A las
líneas aéreas no les está quedando más remedio que borrarnos de sus destinos.
Comenzamos a sentir claustrofobia, encierro, ahogo. Hay un rictus general de
desazón. Parece que nos hubieran mudado de sitio sin darnos cuenta. Somos pura
noche en una geografía de luz caribeña. El país tiene forma de pistola. Hasta
los llamados a la paz vienen con amenaza incluida. Se multiplican en muchos
hogares las conversaciones nerviosas. Es el momento de las decisiones. ¿Irnos?
¿Resistir? ¿Luchar? ¿Decirle adiós al país o a la vida?
Te sirves un trago, te asomas al Ávila, piensas en tus
hijos, en los riesgos que entraña cada decisión. Piensas con Méndez Guédez en
esa definición de país que da Bolívar Coronado: “Lugar donde al menos cuentas
con veinticinco abrazos; lugar donde llueve y te quedas dormido sintiendo que
estás en casa”.
Es todo tan difícil. Tan inmerecido.
¿Cuál es la cola de inmigración hacia esa patria donde antes
cabíamos todos los venezolanos?