Fue particularmente triste el funeral de Franklin Brito. No es común ver a un venezolano llegar hasta las últimas consecuencias por defender sus derechos en un país en el que todos andamos en el "vivamos, callemos y aprovechemos" que llamaba Picón Salas. Él no vivió, calló ni aprovechó. Lo que conmueve y duele es su profunda inocencia, el "no hay derecho" que se le instala a uno en el alma. Fue particularmente triste, además, por el par de centenares de personas que acompañaron su sepelio, siendo que tenía 28 millones de deudos. Es comprensible: es demasiado brutal el ejemplo de Brito, como para que uno se contraste con él. Uno tiene la certeza de que no está dispuesto a llegar tan lejos, uno duda de si vale la pena, uno no cree en lo que él creyó. A uno le da como vergüenza ver esa urna. En la funeraria alguien comentó que parecía un Cristo. La comparación me pareció oportuna. Efectivamente como Jesús, siendo inocente dio su vida por todos, pudiendo salvarse prefirió no hacerlo, murió solo y poca gente acompañó el entierro por temor a las autoridades. Como el Nazareno, resucitará para confrontarnos con el sentido de la vida, del país. Acompañamos el féretro en una breve procesión por las cercanías, se cantó el Himno Nacional y nos pareció a todos que sus estrofas estaban más vigentes que nunca como camino de esperanza. Que el respeto a la ley, la virtud y el honor, siguen siendo, después de doscientos años de independencia, un sueño; que el pobre sigue en su choza, continúa pidiendo libertad y que el vil egoísmo, que otra vez triunfó, sigue triunfando todavía. Es muy tranquilizador pensar que a Franklin Brito lo mató Esteban, aplaca este pensamiento nuestras consciencias. A Franklin Brito lo mató la indolencia, no sólo la de aquél, sino la que se nos ha instalado a todos en el corazón. Cabe aquí la pregunta que Andrés Eloy Blanco hacía a los verdugos, frente a los asesinatos de las dictaduras que le tocó padecer: "¿Y cómo harás ahora para asesinarlo en el corazón de tus hijos?"
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