De exilio y desarraigo
La
imagen de Eliana Balestrini captó la cola para comprar un kilo de leche en
Makro, Mérida.
Hay varios tipos de exilio. Está el exilio de quienes se van por gusto a buscar nuevas experiencias y mejores perspectivas. El de quienes parten porque sienten que el país no les ofrece un futuro acorde a sus capacidades y expectativas. El de quienes se van porque el régimen les cerró todas las puertas y desde que los botaron de sus trabajos no les ha sido posible conseguir un empleo más allá de vender Amway, Omnilife o cualquier otra marca de esas o dedicarse a hacer tortas y comidas, después de que pasaron años dejando las pestañas en libros para sacar exitosamente una carrera con sus maestrías y post grados. El exilio de quienes tuvieron la suerte de ser llamados por empresas extranjeras para aprovechar sus talentos y cerebros. El exilio de quienes huyen con sus hijos a un país donde sus descendientes tengan un futuro que les asegure algo más que un tiro en una calle para robarles un par de zapatos. Esos que dejaron su familia y amigos para poder ofrecerles un futuro a sus hijos reduciendo su núcleo familiar a la pareja y sus retoños, dejando lejos padres, hermanos, primos…
El exilio de quienes acosados por el régimen se vieron forzados a pedir asilo en tierras lejanas. Un asilo que les impedirá, por muchos años, pisar el suelo que los vio nacer y que los obliga a ver a sus familiares solo cuando estos viajan al lugar donde se asilaron o acuerdan verse en un punto intermedio…
Muchas maneras de exiliarse. Cada uno de los que se han ido debe contar una forma nueva o diferente. A cada cual el exilio le genera un dolor y un desprendimiento doloroso. Pero los que nos quedamos, los que por diferentes motivos, razones e impedimentos, no podemos o no queremos dejar el país e irnos, nosotros, también vivimos otra especie de exilio.
Es un exilio mental y emocional. Un desarraigo. Un sentir que, un mal día nos arrancaron de cuajo y raíz de esta tierra y nos dejaron en el aire. Sin país, sin tierra, sin nación, sin patria que nos acoja. A los muchos que se han ido habría que sumarles los miles que nos quedamos pero sentimos que el país nos está botando. Nos sentimos extraños en la tierra donde nacimos. Cada día la realidad parece alejarse más de lo que somos y sentimos. El desarraigo es mental y visceral y duele como un golpe en el plexo solar.
¿Cómo tener sentido de pertenencia a un país cuando sales a la calle y ves interminables colas de gente a las puertas de un supermercado para acceder a un kilo de azúcar o un litro de aceite o un kilo de leche? ¿Como identificarse con una tierra donde una tarde te enteras que a un muchacho de 16 años, unos delincuentes, por puro gusto, le volaron media cara de un tiro cuando intentaban robarle el carro llegando a su casa y los asesinos, no conformes con eso, le dieron otro tiro en el pecho “por payaso”.
Yo no puedo sentir que pertenezco a una tierra donde un tipo, acólito del régimen, puede contar con orgullo cómo se hizo multimillonario estafando al Estado con los dólares del Sitme, para lo cual montó una sala de computación con costosísimos y potentes equipos que le permitían conectarse antes que nadie a las ofertas de adjudicación de bonos con sus más de 50 empresas, posiblemente ficticias, de maletín.
¿Dónde quedó aquel país en el que trabajar honestamente era el orgullo? Ahora todo es una trampa y un chanchullo. La relación de empleado y patrón es una relación de enemigos, marcada siempre por el resentimiento. No hay salario ni dinero que pueda pagar la sensación que se sembró en el trabajador de que siempre es “un explotado”. El amor al trabajo es una quimera y al final siempre se buscará cómo joder al patrón porque ha explotado y esclavizado al trabajador.
No puede uno sentir que pertenece a un país donde una relación que en un tiempo fue familiar, de cariño, ayuda y cooperación mutua, un buen día, deviene en odio y resentimiento porque terminó la relación laboral y se busca sacar el mayor provecho de quien por años estuvo allí, pendiente para proporcionar ayuda al trabajador y a sus familiares. La ingratitud y el resentimiento son los platos del día. Bien decía mi madre: “De desagradecidos está empedrado el camino del infierno”. Este país, hace tiempo, se volvió un infierno.
Entonces uno se siente extraño. Siente que no pertenece, que a pesar de seguir pisando el suelo que te vio nacer, estás en una tierra extraña, un lugar que no reconoces como tuyo, con unos compatriotas que no parecen tener nada qué ver contigo. Los principios y valores no son los que tienes arraigados en tu mente y en tu espíritu. La patria terminó siendo un concepto vacío, una palabra hueca que solo sirve para justificar la incompetencia, la desidia, el abandono, la ineptitud y la ineficiencia. Dicen “tenemos patria” y sientes que no te dicen nada. Una frase que usan quienes por odio y resentimiento dicen “que me roben, que me maten. No me importa no tener comida ni jabón pero no volverán”.
“Tenemos patria” es solo un comodín para calmar a un pueblo que siente que se quedó -además de sin comida, sin seguridad, sin salud y sin vida-, sin un país.--
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