VICTOR MALDONADO
Tiempo De Angustias
Deben estar muy resentidos los sistemas de inteligencia del gobierno que no logran procesar apropiadamente lo que dicen todas las encuestas: que una mayoría aplastante del país (más del 80%) está cansada de tanto conflicto, y reclamando un diálogo que se transforme en paz y progreso. No es de extrañar, porque hace rato pasamos del linchamiento simbólico “del otro” a sufrir las consecuencias de una guerra emprendida contra todos. Y esto comienza a ser un clamor colectivo cuando todos por igual presienten que los efectos perversos del conflicto se distribuyen al azar, sin preguntar quienes son más culpables o quienes más inocentes. Al parecer llegamos a ese “llegadero”. No hay conversación que rápidamente no se encauce hacia la preocupación y la ansiedad. No hay escenario en el que se prescinda de esa pregunta que insiste en cómo acabar con esta hemorragia de oportunidades perdidas mientras nos reducimos a formar parte de una cola humillante, o peor, a una búsqueda frenética y vergonzosa de lo más elemental, demostrando en el trance cuán fácil nos resulta perder la dignidad al tener que pelear por un pote de leche o un paquete de carne congelada. Todo esto está ocurriendo, y sin embargo el gobierno insiste en una agenda enloquecida por la cual el odio se impone a las necesidades y exigencias de la gente.
Muchos analistas deben estar preguntándose por qué el gobierno está perdiendo su sentido táctico. Y por qué no acata parte de las recomendaciones que muchos de los suyos le están exigiendo a gritos. Una respuesta posible podemos quizá encontrarla en lo que Arnold J. Toynbee llamó “la embriaguez de la victoria” para presentar la tragedia del hartazgo y el desastre que suele ser el corolario de tantos años de hegemonía: Lo cierto es que este gobierno ha envejecido y sufre los efectos disolventes de la pérdida de su líder carismático antes que este hubiera querido transformar todo ese potencial de adhesiones en instituciones estables. Ni quiso ni tuvo tiempo. Los que quedaron creen que el gobernar es como “coser y cantar”. La realidad poco a poco les está demostrando que requiera algo más de esfuerzo y de conocimiento. La agenda de problemas no se resuelve con consignas, ni con propaganda o marchas. Ellos están descubriendo que no saben gobernar.
Por eso no hay alternativa a eso que estamos viviendo: la herencia de Chávez reducida a este archipiélago de interpretaciones radicales donde no es extraño el uso cortesano del poder y las demostraciones de fuerza que cada cierto tiempo exhiben unos para amedrentar a los otros. Lo malo es que nosotros (los otros) somos su campo de batalla.
Esa competencia constante entre cada uno de los “ismos” se ha transformado en caos y dificultades para la gobernabilidad de un país que luce asombrado y atónito ante los errores de juicio que están ocurriendo. Porque todos somos espectadores sufrientes de la descomposición creciente de una ideología inviable que está siendo arropada por el cinismo, así como ahora las obras de gobierno no pasan de ser propagandas fraudulentas. Vivimos la etapa de la rapiña del chavismo.
El gobierno es su propio agente del caos. Él mismo se provoca todos los problemas de gobernabilidad. Esta forma tan peculiar de practicar el “chacumbelismo” no le hace ver que sus políticas públicas le están causando una hiperinflación de impopularidad. Nadie entiende cómo se permite el impúdico desparpajo que exhiben los poderes públicos al intentar ser complacientes con un proyecto condenado a la imposibilidad. Los caprichos del sucesor y las competencias que suceden entre ellos hacen imposible la instrumentación de una ecuación básica e indispensable para la salud de todo gobierno: Esta ecuación dice que “no hay progreso posible sin paz social”. Pese a que esto es obvio, el gobierno antes que promover la paz y el sosiego inventa guerras que no existen y mantiene esa jerga militar que reduce todo a esa condición donde unos tienen que estar contra los otros.
El gobierno está atizando las brazas del rencor sin saber que esas chispas pueden reducir a cenizas cualquier posibilidad que tenga para mantenerse en el poder. Ellos deberían ser los primeros interesados en desmontar la “pasión rencorosa” convertida en maquinaria política, y en lugar de eso hacer todo lo posible para imponer la tolerancia y la convivencia, aunque sea como una tregua pactada para recomponer la economía y reducir la inseguridad ciudadana. La gente pide ese “taima” y lo sorprendente es que ninguno de ellos se anime a deslindarse de esa trama enloquecida que nos acerca al abismo de la ruina social.
Hay un peligro subyacente en estas angustias. Y es que la gente confunda tregua con capitulación y la desesperanza abra paso a la resignación. Por eso hay que advertir que hay diferencias sustantivas entre la firmeza de principios que viabiliza el ejercicio ciudadano del coraje, y la entrega anticipada a “las trampas de la falsa paz”. Una capitulación no es otra cosa que la pérdida del país y la entrega de la identidad.
Pero no caer en esa trampa requiere que nosotros concibamos y vendamos un proyecto de mayor raigambre espiritual. Nunca podremos ganarle al vacío con más vacío, tampoco podremos deponer el odio con más odio. O construimos una alternativa espiritualmente superior o seremos empujados al precipicio. Y esa alternativa debe fundarse en la práctica de la tolerancia cuyas bases sean la fe, la esperanza y la solidaridad, porque al mal solo se le contrarresta con el bien.
Salir de esto exige que nos enfoquemos en una agenda de la transición en forma de preguntas: ¿Cómo asentarnos en la justicia? ¿Cómo desatar a la economía? ¿Cómo resolver el problema de la violencia? ¿Cómo evitar la manipulación de los pobres? ¿Cómo evitar los efectos atroces de la pobreza? Todas esas preguntas comienzan a tener respuestas al abandonar las fantasías épicas para entrar de lleno en las realizaciones de la consistencia ciudadana. Aquí no hay ni calle ni marchas milagrosas, mucho menos la expectativa del “déspota bondadoso” que viene a hacer por nosotros lo que nosotros no queremos hacer. Aquí solo hay salida en la práctica constante e irreversible de la ciudadanía, al precio que nos toque pagar por tal desafío. Tal vez sea una buena recomendación preocuparse menos y ocuparse más.
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