Citados en orden alfabético por la nota de prensa oficial y en perfecta alineación con los intereses de una de las partes, los cancilleres de ocho países miembros de Unasur aparecieron en Caracas con sus caras muy lavadas para, con su sola presencia, cohonestar el violento proceder de un régimen que alarma no sólo a los gobiernos verdaderamente serios del mundo, sino a las prestigiosas y respetadas organizaciones de derechos humanos internacionales que, desde luego, no están sujetos a las ataduras petroleras que ponen en tela de juicio la imparcialidad de esta comisión de Unasur.
Veamos quiénes son estos ilustres mediadores: el señor Héctor Timerman, jefe de la diplomacia argentina y maquiavélico arquitecto de la iniciativa para perdonar a los terroristas iraníes que destruyeron la sede de la mutual Amia en Buenos Aires, con un resultado de decenas de víctimas, defensor a ultranza de la dudosa victoria electoral de Maduro y repartidor de elogios sobre el chavismo; David Choquehuanca, titular del despacho de exteriores de Bolivia, ha llamado reiteradamente golpistas e irresponsables a quienes protestan contra el gobierno bolivariano; el brasileño Luiz Figuereido, jefe de Itamaratí, dejó claro de cuál pata cojea cuando se opuso abiertamente a que María Corina Machado hablara en la OEA; Ángela Holguín, el toque femenino colombiano que subordina la actuación de los vecinos al papel que desempeña nuestro país en las conversaciones con la FARC; Heraldo Muñoz, el enviado de La Moneda, esgrime, en nombre de Chile, razones ideológicas para apuntalar el socialismo bolivariano; Ricardo Patiño, representante de un gobierno, el ecuatoriano, que ha expresado su total e incondicional respaldo a Maduro y, en paralelo, repudiado abiertamente a Henrique Capriles; Wiston Lacklin, de Surinam, es portavoz de un presidente golpista, sindicado por las autoridades holandesas como un mandatario con presuntos vínculos con el narcotráfico; por último Luis Almagro, el figurante de Uruguay en este sainete internacional, es vocero de un mandatario de solidaridad determinada por la chequera roja.
Con semejante elenco es difícil que la función tenga un final feliz, entre otras cosas porque no se ha instado al señor Maduro a moderar su injurioso discurso y a aceptar como buenas las iniciativas que recomiendan incluir en el diálogo, con carácter prioritario, la libertad de los presos políticos; el fin del hostigamiento a los dirigentes opositores y la restitución del fuero parlamentario a María Corina Machado; el cese de la censura y el respeto a la libertad de expresión; el desarme de las bandas paramilitares del Partido Socialista Unido de Venezuela y sus aliados.
Esto incluye, por supuesto, la creación de -valga la redundancia- una verdadera comisión de la verdad que investigue a fondo y sin prejuicios las persistentes violaciones a los derechos ciudadanos que se traducen en decenas de muertos, centenares de heridos y miles de detenidos, torturados y desaparecidos que han entristecido a los hogares venezolanos durante estos últimos dos meses. Esto lo exigíamos ayer en este mismo espacio editorial, pero lo repetimos porque los cancilleres que nos visitan son duros de oídos.
Las negociaciones para llegar a acuerdos satisfactorios para las partes que se enfrentan en un conflicto no pueden conducirse a la ligera ni resolverse con urgencias coyunturales a petición de una de ellas que, en el fondo, lo único que busca es reafirmar una autenticidad de la que carece, tanto en su origen, cuanto en su ejercicio.
Todos queremos la paz, pero no una paz tutelada por los emisarios de gobiernos que, por complicidad u omisión, han avalado las tropelías de esta cúpula cívico militar venezolana.
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