La vergüenza compartida
No podemos seguir fingiendo que el país está bien y querer justificar lo injustificable
RAFAEL LUCIANI | EL UNIVERSAL
sábado 12 de abril de 2014 12:00 AM
Hemos comenzado a presenciar atrocidades avaladas por la indiferencia de personas, instituciones nacionales y gobiernos internacionales. Esto nos debe llamar la atención sobre cuán lejos estamos de comportarnos como verdaderos seres humanos, hermanos en una misma nación, y solo testigos de un continuo proceso de deshumanización nacional.
No estamos ante un tema discernible desde variables sociales o económicas solamente: está en juego el talante humano de una nación. Ante el silencio cómplice de muchos frente al nacionalsocialismo, el teólogo Gollwitzer exclamó: «hemos de sonrojarnos porque estamos encadenados a una vergüenza compartida (...), ¿de qué nos han servido a nosotros, a nuestro pueblo y a nuestra Iglesia, todas las prédicas que, año tras año, hemos escuchado para que hayamos llegado a donde hoy nos encontramos y de la manera en que hemos llegado?».
Debemos sentir vergüenza compartida ante el dolor que sufren nuestras víctimas hoy. Padecemos un acostumbramiento resignado, al voltear nuestra mirada frente a los asesinatos, secuestros, torturas y corrupción que nos rodean; y, en otros casos, actuando por conveniencia ante una ideología que no está avalada constitucionalmente.
No podemos seguir fingiendo que el país está bien y querer justificar lo injustificable, no sea que lleguemos a ese punto que reclamó el poeta Jabés: «fue la casi total indiferencia de la población alemana y la de los aliados que consintieron Auschwitz, la que era impensable». Aún en las almas más buenas se producen esos pequeños grados soportables de indolencia, sea respecto a problemas familiares o sociales. Pero son estos pequeños males los que van abonando el terreno para ir perdiendo conciencia de ese frágil límite que separa lo humano de lo inhumano, la vida de la muerte, generando una incapacidad para medir las consecuencias.
Urge la pregunta: «¿dónde está tu hermano?». El asesinato de Abel por parte de Caín revela el drama que significa sostenernos en la fraternidad común. No reconocer al otro como hermano es negarse a relacionarse positivamente con él y rechazar la vocación humana de cuidar y proteger la vida. No podemos ser como Caín, quien ante la pregunta por su hermano, responde: «no lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Los venezolanos llevamos inscrita la vocación a la fraternidad. Esto exige hoy «que cuantos siembran violencia y muerte con las armas redescubran, en quien hoy consideran a un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él». Ellos deben «renunciar a la vía de las armas e ir al encuentro del otro para reconstruir la justicia, la confianza y la esperanza» (Francisco).
La sangre de los inocentes clama al cielo (Gn 4,10). No hay vidas desechables. Algún día se nos preguntará «¿dónde está tu hermano?». Pidamos porque no seamos los desdichados que responderán: «¿acaso era yo el guardián de mi hermano?».
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
No estamos ante un tema discernible desde variables sociales o económicas solamente: está en juego el talante humano de una nación. Ante el silencio cómplice de muchos frente al nacionalsocialismo, el teólogo Gollwitzer exclamó: «hemos de sonrojarnos porque estamos encadenados a una vergüenza compartida (...), ¿de qué nos han servido a nosotros, a nuestro pueblo y a nuestra Iglesia, todas las prédicas que, año tras año, hemos escuchado para que hayamos llegado a donde hoy nos encontramos y de la manera en que hemos llegado?».
Debemos sentir vergüenza compartida ante el dolor que sufren nuestras víctimas hoy. Padecemos un acostumbramiento resignado, al voltear nuestra mirada frente a los asesinatos, secuestros, torturas y corrupción que nos rodean; y, en otros casos, actuando por conveniencia ante una ideología que no está avalada constitucionalmente.
No podemos seguir fingiendo que el país está bien y querer justificar lo injustificable, no sea que lleguemos a ese punto que reclamó el poeta Jabés: «fue la casi total indiferencia de la población alemana y la de los aliados que consintieron Auschwitz, la que era impensable». Aún en las almas más buenas se producen esos pequeños grados soportables de indolencia, sea respecto a problemas familiares o sociales. Pero son estos pequeños males los que van abonando el terreno para ir perdiendo conciencia de ese frágil límite que separa lo humano de lo inhumano, la vida de la muerte, generando una incapacidad para medir las consecuencias.
Urge la pregunta: «¿dónde está tu hermano?». El asesinato de Abel por parte de Caín revela el drama que significa sostenernos en la fraternidad común. No reconocer al otro como hermano es negarse a relacionarse positivamente con él y rechazar la vocación humana de cuidar y proteger la vida. No podemos ser como Caín, quien ante la pregunta por su hermano, responde: «no lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Los venezolanos llevamos inscrita la vocación a la fraternidad. Esto exige hoy «que cuantos siembran violencia y muerte con las armas redescubran, en quien hoy consideran a un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él». Ellos deben «renunciar a la vía de las armas e ir al encuentro del otro para reconstruir la justicia, la confianza y la esperanza» (Francisco).
La sangre de los inocentes clama al cielo (Gn 4,10). No hay vidas desechables. Algún día se nos preguntará «¿dónde está tu hermano?». Pidamos porque no seamos los desdichados que responderán: «¿acaso era yo el guardián de mi hermano?».
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