2014/05/13

8247161.- Leonardo Padrón.- Pozos de agua triste.-

Pozos de agua triste

Voy a apurar una afirmación: estamos ante el gran regreso del matiné. Las modas siempre retornan. Es parte de su naturaleza. Se vuelven olvido, nostalgia, burla y, de repente, el columpio de la historia las mece de regreso. Volvieron los disjockeys, ahora DJ´s, travestidos en estrellas pop. Volvió el disco de vinil. Reaparecieron los lentes de pasta negra. Y ahora, crisis mediante, vuelve el matiné.
De auge en los 70 y 80, un matiné era una fiesta que se realizaba en horario vespertino y le daba licencia a los adolescentes para divertirse con el amparo de la luz del día. Era el preludio a la adultez. La planilla de inscripción para entrar luego en los complejos pasillos de la noche.
La extravagancia es que los matinés de ahora son de adultos. La razón es una sola: instinto de supervivencia.
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Hace poco viví notoriamente los signos de la metamorfosis. Tuve tres invitaciones sucesivas: una cena y dos cumpleaños. Iba a ser un fin de semana intenso para mi hígado, sin duda. Pero lo primero que pensé fue en los tres regresos a casa que me planteaba tal agenda. Tres madrugadas “dando papaya”, como dirían en Medellín. Era tentar la suerte en exceso. El país nos ha acostumbrado a jugar a la ruleta rusa, pero tres noches seguidas suena abusivo. Mi alivio ocurrió cuando me precisaron que la cena del viernes se convirtió en almuerzo, la fiesta del sábado sería a la 1 pm y el cumpleaños del domingo descorcharía el Proseco a partir de las 2  de la tarde. El argumento fue el mismo: “Tú sabes, la inseguridad”. Más que aprobar los cambios, los aplaudí como si me hubiera ganado la lotería. Y entonces lo entendí todo: estábamos ante el centelleante regreso de los matinés. Adolescencia y deja vú en partes iguales.
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El boom de la delincuencia en Venezuela hizo prosperar a varias empresas: compañías de vigilancia, servicio de escoltas, blindaje de carros. Nah, no es suficiente. El hampa posee un valioso apoyo del Estado: las calles son cavernas sombrías; la policía está colapsada arrestando estudiantes y, léase Operación Cayapa, Iris Varela le regala la libertad a 4.600 criminales. Sin olvidar ese sólido aporte llamado impunidad judicial. Preservar nuestra vida exige entonces cambiar ciertos hábitos. Quizás uno de los más difíciles sea alterar el espíritu festivo de nuestro ADN.
En el imperio es un riesgo manejar con tres whiskys en el cerebro. Puedes terminar preso. En la revolución es una temeridad salir -incluso sobrio- de una fiesta. Puedes terminar en la morgue.
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Ese viernes, cuya cena mutó en almuerzo, los amigos reunidos (escritores, humoristas, actores, historiadores) hablábamos de la opacidad que es hoy el país. Mientras, Claudio Nazoa -desde la cocina- se afanaba para demostrarnos por qué merece ser el tío de Sumito Estévez. De pronto, esa animosidad perpetua que es Carlitos Jorgez y un oportuno pianista comenzaron a ponerle música al sol de las tres de la tarde. Al principio, Jorgez cantaba bajito, casi de fondo, para no arropar las conversaciones. Pero no había transcurrido una hora cuando ya todos nos uníamos, discretamente, al estribillo de alguna canción. Hasta que el alcohol nos dijo que dejáramos la pena. Todo fue in crescendo. Más canciones, más volumen, más desafinación. Sorpresivamente, las dos cocineras se sumaron a los coros, con delantal y cucharón en mano. Ya antes del atardecer parecíamos un grupo que está a punto de amanecer. Risas, baraúnda, aplausos. Habíamos desalojado la depresión colectiva a empellones. Un detalle notorio es que más del 70% de las canciones que entonábamos (o destrozábamos) eran venezolanas. Desde polos margariteños, pasando por mosaicos de la Billo´s y llegando hasta gaitas inmortales. Entonces, en plena euforia, descubrí a un entrañable amigo llorando en silencio. Fue tan sorpresivo como estremecedor. A su lado estaba mi pareja. A ella le contó la razón de sus lágrimas: “¿En qué lugar del mundo vamos a poder hacer esto?”.
El exilio, esa ruda sombra que nos persigue.
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Los venezolanos nos hemos vuelto aburridos: solo hablamos de un tema, el caos nacional. Las noticias nos confirman la magnitud del despeñadero. La calle misma habla de desabastecimiento, precios que te insultan y miedo a morirnos a destiempo. Toda crisis escribe su propio manual de supervivencia. Hay gente que ha decidido hibernar a la usanza de los osos. Convierten sus hogares en grutas donde almacenan la comida que encuentran, esconden una breve ración de dólares y, sobre todo, guardan su propia vida. Pero igual la pesadumbre se les cuela por las rendijas. Un remedio contra el abatimiento colectivo es el ejercicio de la amistad, la camaradería, la risa en equipo. Cada reunión que planeamos, en rigor, no es más que una conspiración contra la muerte espiritual. Quizás el ministro del Interior terminaría la frase de otra manera. Pero seamos sinceros: aquí hay que echarse palos en grupo para no sucumbir de depresión.
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Acotación: Una botella de whisky ronda los dos mil bolívares. Ya es imposible cargarle toda la responsabilidad etílica al anfitrión de una fiesta. Y los venezolanos no somos cosacos, pero parecemos. Esa tarde todo el mundo trajo alguna bebida. Nadie tuvo tanto éxito como la pareja que llegó con una botella intacta, nueva, reluciente, de aceite de maíz Mazeite. El suceso (porque fue un suceso) generó aplausos masivos. Y algo de envidia, que todo hay que decirlo.
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Luego, en el almuerzo del domingo (rociado de periodistas y gente del espectáculo) ocurrió otro episodio significativo. El guión iba por un cauce parecido: exquisita comida, cariño en grandes raciones y mucho que desbrozar sobre el país. Cada noticia que comentábamos parecía un martillazo a la sonrisa del cumpleañero. Pero siempre surgía el chiste como antídoto y el vino como refugio. En cierto momento, alguien dijo que traía algo que quería compartir con nosotros: una canción. En realidad, tres canciones. Las había compuesto días atrás. Las traía en maqueta. Era una grabación artesanal: solo su voz y su guitarra. Que un amigo cualquiera, en la animación de los tragos, te invite a oír una canción suya puede ser una situación de alto riesgo. Pero en este caso el amigo se llamaba Yordano di Marzo. No solo era una diferencia afortunada, sino una excelente noticia.
Recargamos nuestras copas y nos dispusimos alrededor del equipo de sonido. Estábamos viviendo el privilegio de escuchar, en modo primicia,   Manifiesto, la canción que días después, mezclada y masterizada, reventaría de entusiasmo en las redes sociales. Nos conmovió hondamente. Allí estaba de nuevo el juglar urbano haciendo de las suyas. Poniendo la guitarra en la llaga y el verbo sobre el asfalto. La segunda canción,  Quiero vivir, se convirtió en un pozo de agua triste en los ojos de todos. Había una conmoción soterrada en el ambiente. Hasta que el cumpleañero acusó el impacto de la canción en el pecho, como una bomba lacrimógena. Y lanzó el bramido que tantos venezolanos tenemos atascado en la garganta: “!Yo no me quiero ir! ¡No me quiero ir! ¡Quiero mi casa, mis perros, mi Ávila, mis amigos, mi país, coño!”.
Nunca había oído un grito que tuviera a tanta gente adentro.
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La amistad es una tribu feliz. A ella volvimos. A su fogata. Celebramos el arte de Yordano. Su compromiso con la vida. Su apuesta por la comarca. Nos convertimos en fiesta de nuevo. Y brindamos por el pecado común de querer tanto a nuestro lugar de origen.
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Días después tocó ir al bautizo del hijo de un respetado amigo. ¿Horario? Matiné. ¿Cómo dudarlo? En un bautizo es más fácil cumplir con el nuevo reglamento que impone la prudencia. Al final de la velada, en el momento de las grandes conversaciones, ocurrió de nuevo. El dueño de la casa y yo braceamos hacia lo hondo. Hablamos de las grietas profundas que exhibe este pateadero de sueños y afectos donde nacimos. Hablamos de los hijos. De esa gorra en sus cabezas que es la incertidumbre. De ese asunto cada vez más borroso llamado futuro. Ya era de noche pero pude advertir cómo, en mitad de tanta franqueza, a mi amigo se le escurrían dos tajantes lágrimas. El dolor no escatima en horarios.
Mi pareja me lo comentó en el carro, de vuelta a casa: “En solo una semana hemos visto a tres hombres llorar por el país”.
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Preguntas que uno se hace:
¿No aspira el presidente de cualquier país a ser respetado por todos sus habitantes? ¿No le inquieta al heredero de Chávez ver a tantos venezolanos en crisis? ¿Realmente le importa un carajo la sangría de  ciudadanos que ocurre semanalmente? ¿Es capaz de imaginar cuántas familias en duelo hay en esta patria segura? ¿Acaso se divierte viendo cómo tantos compatriotas corren hacia ese abismo que es el exilio? ¿No lo sofoca ver a la gente apostada en la humillación de colas infinitas para comprar la leche de sus hijos? ¿No lo reta el entusiasmo de hacer historia y unir las dos crispadas orillas de venezolanos que hoy se odian? ¿De verdad lo deja inmune confinar a tantos estudiantes a cárceles como Yare y Tocorón, hipérboles del infierno? ¿No lo perturba la desesperación de sus madres? ¿Ser el primer presidente obrero de un país, como se autodenomina, implica despreciar al venezolano que pudo graduarse en una universidad? ¿Ser revolucionario es darle pasaporte diplomático a la violencia? ¿Ser camarada es pensar más en Pinar del Río que en Trujillo o Guarenas? ¿Ser bolivariano es oler tanto a dictadura? ¿Sinceramente, la patria ideal es esa donde no cabe la gente que piensa distinto?
Un pozo de agua triste en los ojos, eso es hoy este bendito país. Incluso, en horario matiné.

Leonardo Padrón

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