HÉROES
Durante un raro acceso de lucidez, el héroe de la comarca asume que cada cual tiene una misión en esta vida: la suya es salvar al prójimo. El héroe sabe que su urgente deber es combatir a los malvados donde quiera que estén y sale a la calle dispuesto a todo. Mira a un lado y a otro. Avanza, retrocede. Pero no divisa a nadie en apuros. La calle resplandece de serenidad. Las avenidas respiran verdor y los pájaros dibujan en el cielo. Esto es intolerable, piensa el héroe.
Furioso, justiciero, el héroe consigue colarse en la prisión de la comarca, burlar la vigilancia y liberar a una docena de malhechores que, sin salir de su asombro, se dispersan velozmente y se ocultan en los rincones más oscuros. El héroe no cabe en sí de euforia. Regresa a casa. Se sienta a esperar. Medita. Incluso alcanza a escribir tres o cuatro aforismos morales. No pasa mucho tiempo hasta que unos desgarradores gritos de socorro llegan a sus oídos. Entonces se incorpora de un brinco e, indignado, el héroe aborda la calle.
ANDRÉS NEUMAN (Buenos Aires, 28 de enero de 1977). El texto pertenece a Alumbramiento, Editorial Páginas de Espuma.
LA MISIÓN DEL HÉROE
El héroe tenía una misión que cumplir. Armado y con el caballo a la puerta, iba a partir para salvar a su pueblo. La esposa le imploró que renunciara a la hazaña:
-Puede costarte la vida. Confórmate con la vida y el amor- le repetía llorosa, inclinada.
El héroe, para cumplir con su deber, sacó la espada y mató a la esposa, obstáculo, razón, debilidad.
Al volver a su hogar, después de la victoria, el héroe mandó encender fuego y quemó, hasta carbonizarla, su mano derecha.
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