Reflexiones españolas Rosa
Montero 17abr15
El mapa
del tesoro
Daniel Freidemberg decía el otro día que hay distintas
maneras de leer, y sin duda es cierto. ¿Ustedes saben cuál ha sido el texto más
leído por los españoles en? Pues el que aparece en los envases del cuarto de
baño, el jabón líquido, el champú, todo eso; ese texto es leído nada más y nada
menos que por el 98% de los españoles. De manera que no estamos hablando de la
lectura en general, sino de aquella lectura específica que nos nutre de un modo
u otro, que es alimento para la razón o para la emoción.
Así como hay distintas formas de leer, también hay
distintos soportes para la lectura. En este Foro se ha hablado mucho contra las
nuevas tecnologías, como si ellas fueran un peligro contra la lectura, y debo
decir que yo no estoy de acuerdo. En concreto el Internet me parece un fenómeno
totalmente revolucionario, equiparable a la invención de la imprenta, en cuanto
a su capacidad de democratización del acceso a los conocimientos. El Internet,
además, nos ha devuelto a un mundo regido por la palabra. En Internet se lee, y
se escribe; y se está recuperando el género epistolar a través del
e-mail.
Tampoco la televisión me parece un fenómeno tan negativo,
ni mucho menos. Como también dijo en esta mesa Pía Barros, lo que hay que
aprender es a apagarla. Pero, controlada, puede ser un medio poderoso de
difusión de ideas y cultura.
Se habrán dado cuenta quizá por todo lo que estoy diciendo
que soy una optimista. Y desde este optimismo quiero hacer una nueva afirmación
alentadora: verán, no creo que la lectura sea una actividad o una pasión en
crisis. Estoy cansada de oír y leer por todas partes las consabidas quejas
sobre el actual triunfo de la imagen, y sobre cómo los mitos y los jóvenes de
hoy no se educan en el amor por la lectura.
Pues bien, me gustaría saber con respecto a qué estamos
midiendo esa supuesta decadencia lectora. A principios de este siglo XX, por
ejemplo, más de la mitad de la población europea era rigurosamente analfabeta.
En España, en concreto, sólo eran capaces de leer el 35% de los ciudadanos.
¿Estamos comparando tal vez la realidad actual con eso? Tengo el convencimiento
de que, desde una perspectiva global, hoy se lee más que nunca en todo el mundo:
lo ocurre es que la lectura ha sido siempre una actividad minoritaria. Con todo,
esa minoría parece ser hoy mayor que antes.
Y digo “parece ser” porque aquí abordamos un punto
espinoso respecto a la lectura, a saber: ¿cómo diantres se mide quién lee y
quién no lee? Porque, cuando se dice que la lectura está en crisis nunca se dan
cifras, o por lo menos no son cifras fiables. Las encuestas siempre se han
mostrado particularmente torpes en este aspecto. En España, por ejemplo, son tan
contradictorias unas con otras, que resultan poco menos que inútiles. Claro que
uno siempre puede recurrir a las cifras de ventas, por supuesto. Y sí, el
número de libros vendidos en un país es un dato objetivo que puede damos alguna
información sobre el hábito lector de esa sociedad. Pero de todas formas se
trata de una información engañosa y equívoca: porque, por ejemplo, hay lugares
en donde las bibliotecas funcionan especialmente bien, de modo que muchos
lectores leen sin comprar; por no hablar del préstamo de libros y la solidaridad
lectora, que se da de manera especialmente fuerte, me parece, en los países
latinos, tan promiscuos siempre en nuestros usos sociales. De modo que esos
datos paupérrimos de ventas de libros que suelen presentarse con sonrojo en
muchos países latinoamericanos, esconden en realidad, estoy segura, una cifra de
lectores mucho mayor, porque las obras circulan de mano en mano (sobre todo
durante las crisis económicas).
LECTURA Y DEMOCRACIA. Por el contrario, hay países en los
que los libros se han convertido en una moda, de manera que se compran por
razones de estética o de estatus, esto es, porque hay que adquirir libros para
ser posmoderno, pero luego esos pobres ejemplares languidecen en las
estanterías, sin que nadie los abra. Algo de esto está sucediendo en España en
los últimos años: se venden muchos más libros, pero estoy segura de que no se
leen.
Bueno, exagero: me imagino que por lo menos deben de
leerse la mitad. Ya he dicho al principio que soy una
optimista.
Como saben, en España no se alcanzó plena escolarización
hasta mediados de los años setenta. Y añadiré un elemento más: por
tiranizados, por sojuzgados, por haber sido durante mucho tiempo un pueblo
carente de libertades y de derechos.
Esta última circunstancia me parece especialmente
interesante. Cojamos, por ejemplo, el índice de lectura de periódicos, que no
es exactamente equiparable al de libros, pero que sin duda está muy relacionado:
los países con más venta de prensa son también los más lectores en general.
Pues bien, durante años España ha sido uno de los dos países europeos con menos
circulación de diarios. ¿Y cuál era el otro país del pelotón de los torpes?
Pues, curiosamente, Portugal. Es decir, la otra nación que, como España, había
sufrido en su pasado reciente una larguísima dictadura.
De todo esto podemos extraer una primera consecuencia, que
parece de perogrullo, pero que no obstante merece ser mencionada: para fomentar
el hábito lector de una sociedad se necesita que esa sociedad viva de verdad en
democracia. Porque los poderes autoritarios destrozan, sobre todo, el tejido
cultural de un país, e impiden la libre circulación de las ideas. Y cuanto más
amplia, más desarrollada, más profunda sea esa democracia, más podrá crecer el
hábito lector. Voy a darles unas cifras espectaculares al respecto. En 1900,
en España, se vendían dos millones y medio de periódicos al día, exactamente el
mismo número de periódicos que se vendían en 1980, es decir, cinco años después
de la muerte de Franco.
Con el agravante de que en 1900 había 18 millones de
habitantes con un 65% de analfabetos, mientras que en 1980 había 36 millones de
habitantes con un analfabetismo del 6%. Esto puede dar alguna idea del enorme
destrozo cultural que llega a producir una dictadura.
Por el contrario, tras la muerte de Franco, España ha
revivido culturalmente, de eso no cabe duda. En ese año de 1980 al que antes me
he referido, tras cinco años de democracia, en mi país se vendían 68 diarios por
cada mil habitantes; hoy, tras 22 años de democracia, la cifra ha subido hasta
casi 110 ejemplares por cada mil personas, superando ya la línea del desarrollo
lector, que, según la Unesco, se sitúa en los cien diarios por cada núl. Y la
lectura de libros parece haberse incrementado de igual modo, aunque ya he dicho
antes que resulta un valor difícil de medir.
ENCONTRAR EL LIBRO. De modo que la primera condición para
el fomento de la lectura es la libertad política y social, junto a un sistema de
escolarización plena, desde luego. ¿Y a partir de ahí? A partir de ahí comienza
un terreno pantanoso. Sí, hay algunas medidas que suenan razonables, como, por
ejemplo, crear una buena red de bibliotecas que tengan además un acceso fácil,
es decir, que no aterroricen a los no iniciados en la lectura, como a menudo
sucede, por desgracia. 0 fomentar en la escuela le lectura de libros
contemporáneos y cercanos al niño. No hay que hacerles leer obligatoriamente La
Celestina ni el Martín Fierro, sino obras que les hablen y les seduzcan novelas
en las que puedan reconocerse. Siempre hay un libro para cada persona, incluso
para la más reacia a la lectura; siempre existe esa obra especial que le
fascinaría, ese libro tan suyo como un buen amor. La cuestión, y la dificultad,
es encontrarlo.
Esto me lleva a una última reflexión, la fundamental: a la
pregunta de por qué leemos los que leemos, para saber así qué se puede ofrecer
de esa misma necesidad y esa pasión a los que no leen, para
tentarlos.
Hay muchas respuestas a esta cuestión. Leemos para
ordenar el caos de la vida, como dice Vargas Llosa; o sea, para creer que este
torbellino sin sentido en el que estamos tiene alguna lógica. Pero también
leemos para salir del encierro de nosotros mismos, de la agonía de nuestra
estrecha individualidad, y para desarrollar, siquiera imaginariamente, alguno de
los múltiples personajes que habitan dentro de nosotros. Leemos como soñamos,
porque las novelas son como los sueños de la Humanidad, alucinaciones de nuestro
subconsciente colectivo, visiones que emergen de lo más hondo de las personas.
Y ay de nosotros si no tuviéramos esa espita de seguridad, esa posibilidad de
ensoñación que nos permite echar fuera nuestros fantasmas.
Se lee, en fin, para experimentar y para saber. Como dice
el escritor español Alejandro Gándara en un bellísimo y reciente ensayo, "leer
es dar sentido y también sentir". Y añade: "La lectura vuelca sobre los
sentimientos –sobre la zona profunda de la emoción, sobre esa sombra a la que
llamamos alma -el sentido del mundo ".
Con esto Gándara quiere decir, y yo con él, que la lectura
nos hace más sabios, nos hace más humanos. Es un camino de conocimiento,
probablemente el más amplio y más hondo. Por eso digo que es necesario, para el
desarrollo del hábito lector, que exista un ambiente de libertad; porque los
libros son como espejos de nuestro ser profundo, y de todos es sabido que los
tipos autoritarios, como la madrastra de Blancanieves, odian los espejos
veraces.
De modo que la literatura, para estar encarnada en su
sociedad, ha de representarla como un fiel espejo. Pero que quede claro que
cuando hablo de literatura especular y fiel no quiero decir que todas las
novelas deban estar escritas en un registro fotográfico o, por así decirlo,
dentro del realismo socialista, cosa que me espeluzna y que me parece la
antítesis de lo auténticamente literario. Por el contrario, una literatura
rica, que pueda interesar a mucha gente, ha de ser una literatura plural, con
obras fantásticas, y herméticas, y experimentales, y testimoniales, y
costumbristas, y satíricas, y grotescas. Con novelas de aventuras, y
policíacas, y sentimentales. Porque la realidad tiene matices
infinitos.
De hecho de lo que estoy hablando es de esa literatura
comprometida con su propia búsqueda. Si antes hemos dicho que leer es sentir y
es saber, entonces la escritura debe aspirar a la revelación, a la desvelación
de ese conocimiento. Escribimos, y leemos, como quien construye un jeroglífico,
en la ambición de atisbar, al final, el dibujo completo, la estructura oculta de
las cosas. Leemos, y escribimos, en fin, como quien sigue paso a paso las
directrices de un oscuro mapa del tesoro, con la esperanza de poder encontrar
algún día el oro de la sabiduría, la serenidad última de ese conocimiento
fundamental que, como el horizonte, siempre se nos escapa
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