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El país se nos deshace entre las manos. No es el momento de la altisonancia o la bravuconería. El momento no admite equivocaciones. El actual modelo institucional ha colapsado. La inteligencia de unos y la torpeza de otros trajo estas aguas en las que la democracia comienza a navegar. Estamos iniciando el camino dificultoso, peligroso, y hasta seguramente doloroso, del proceso de cambio y de transición política y económica. No se puede despilfarrar tanta energía política en actos de agravio y de desagravio por cuestiones baladíes, que desautorizan cualquier decisión importante entre sentencias judiciales de un TSJ inservible y peligrosos actos de fanfarronería que obligan, por encima de un estamento civil huérfano de instituciones que funcionen, a que sea la Fuerza Armada, con la acechanza internacional, la que se vea obligada a poner orden y a marcar el terreno de juego.
La crisis o la “guerra” institucional que comienza con el año no pierde ni un átomo de gravedad. Todos los extremismos, de lado y lado, deberán ser depuestos. Es el momento de reinstitucionalizar el país, pero las primeras señas, después del 6-D, han sido muy negativas y desalentadoras. La constitucionalidad y el estado de derecho son los vehículos civilizados, independientemente de las ideologías, para solucionar los conflictos. Se ve con preocupación que el gobierno no ha asimilado el resultado, el cambio, después de 16 años de un modelo de Estado total, a una oposición que obtiene una mayoría en uno de los órganos fundamentales del Estado como es la Asamblea Nacional.
El TSJ cometió un error histórico que tiene que rectificar de inmediato, dejando sin efecto esa suspensión para regresar al juego democrático y constitucional, independientemente de que allí haya un debate y un proceso judicial sobre el fondo de ese asunto. Eso implicaría igualmente un reajuste del modelo chavista original hacia un modelo más democrático. Más tolerante. Que propicie acuerdos. El deber de un demócrata es buscar acuerdos. No es traicionar una ideología. El diálogo y el consenso es un deber de todo político. No es un privilegio ni una concesión graciosa, es un deber democrático.
La diatriba ideológica no forma parte de las necesidades diarias del venezolano. Mantenerse en la esfera del debate ideológico no es una respuesta a las necesidades. Desde ese punto de vista, quien pueda interpretar que ahí subyace una voluntad de cambio, independientemente de sus causas, está respondiendo a ese clamor que se expresó claramente el 6-D. Lo que desea la gente es tener acceso a la salud, a la alimentación, a la seguridad, que en Venezuela, además, constituyen derechos constitucionales.
En las democracias hay partidos, hay ideologías, pero a la hora de gobernar, se trata de diseñar políticas públicas que respondan a las necesidades de la gente. Lo interesante en las democracias es que el ámbito de lo ideológico, al momento de responder a necesidades, implica la formación de consensos para solucionar problemas. Con ideologías solamente no se llena el estomago. Son necesarias unas dosis de realismo. Incluso, una dosis de pragmatismo para solucionar los problemas.
Si no aplicamos la sindéresis en nuestras acciones este país quedará para terapia intensiva, necesitado de una reconstrucción profunda de su tejido social, sus valores, su base productiva, su infraestructura, eso de insistir en aplicar ideologías, sin importar su “buena intención”, a una comunidad nacional desfalleciente y en necesidad extrema, de acciones eficaces y logros concretos, eso sólo se puede llamar ¡tener ganas de seguir jodiendo!
Recordemos "El Espíritu de las Leyes" donde muy bien se expresa: La división de los poderes tiene también por objeto la asignación, no exclusiva ni excluyente, de las funciones del Estado a distintos órganos que necesariamente, siendo el fin del Estado uno sólo, deberán colaborar recíprocamente para alcanzarlo eficazmente.
"No hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del Poder Ejecutivo, el juez podrá tener la fuerza de un opresor".
Como decía Don Rómulo Betancourt: “Este país de todos debemos hacerlo todos…”
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