Desde Sinaloa, enfrentando el silencio que impera en los lugares del narco
Por ALBERTO ARCE JAN. 10, 2016
Por ALBERTO ARCE JAN. 10, 2016
Oficiales mexicanos frente a la casa donde se escondía Joaquín Guzmán Loera, quien fue capturado el viernes en Los Mochis, México.CreditEdgard Garrido/Reuters
Alberto Arce, periodista de The New York Times en español, relata lo que vivió en Los Mochis, Sinaloa, un día después de la captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como ‘el Chapo’.
La carretera que lleva hacia Los Mochis desde Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, es una línea recta de 190 kilómetros. Las montañas, lejos. Algunos ríos. La niebla del amanecer flota, ya de retirada como un telón que se levanta.
Frío, de ese de cielo azul.
En El Trébol, la entrada a Los Mochis, justo donde se acaba la autopista, cientos de hombres esperan para ganarse la jornada. Esperan a que un intermediario del tomate (Sinaloa, con el dos por ciento de la población de México, produce el 30 por ciento de los alimentos del país) los suba en esos autobuses amarillos que ya no les sirven a las escuelas de Estados Unidos y les pague por ir a cortar verdura, rompiéndose la espalda todo el día por unos 15 dólares.
Reina la incertidumbre en Sinaloa, tierra natal de ‘El Chapo’
Ismael Pimental, de 50 años, es uno de esos comerciantes de tomate. Botas de punta. Camisa de cuadros. Gorra de una empresa de tractores. Cinturón de hebilla grande. Su mirada indica que se ofrece a romper el silencio que impera en Sinaloa, ese clásico que enfrenta el reportero en los lugares del narco.
Invita a uno de los corrillos, en los que se habla de lo sucedido. El diario local se llama “El Debate de Los Mochis” y su portada de hoy es el Chapo Guzmán, detenido ayer a pocos metros de aquí.
Los hombres examinan la portada, fijándose en la expresión del Chapo, fría, y repiten un mantra.
“Le vale madre”, dicen. Y lo repiten. “Le vale madre”. “Le vale madre”. “Le vale madre”.
Lo miran como si les devolviera la mirada.
“El Señor es bueno”, dicen. Los demás asienten. Pierden el miedo, ríen, bromean.
El Señor es el mayor narcotraficante del mundo.
Pimental gana confianza. Ha tenido un mal día y de repente se ofrece como guía por un rato. Se detiene en un cruce, llama a una mujer que vende diarios y chicles.
“¿En qué casa fue?”, pregunta.
“¿En la de allí?”, dice Pimental mientras señala a la derecha. “¿O en la de aquí?” (señala a la izquierda).
“Por aquí andaban él y el Cholo”, dice la mujer refiriéndose al otro hombre detenido ayer junto al Chapo. “Aquí se les quiere”.
El más audaz ha sido el gobernador de Sinaloa, Mario López. Decide inaugurar un jardín botánico a unas cuantas cuadras de donde ha sido detenido, apenas 24 horas antes, uno de los hombres más buscados del mundo. Cuando alguien le pregunta si la segunda detención en un año y medio del Chapo en su estado le mueve a alguna reflexión, la escena es la siguiente.
“En cincuenta años que vivo en Sinaloa nunca escuché un rumor, un señalamiento, de que estuviera por aquí. Ni de visita esporádica”. (En octubre las autoridades mexicanas confirmaron que habían estado a punto de capturarlo a un par de horas de aquí).
Desde Sinaloa, enfrentando el silencio que impera en los lugares del narco
Alberto Arce, periodista de The New York Times en español, relata lo que vivió en Los Mochis, Sinaloa, un día después de la captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como ‘el Chapo’.
La carretera que lleva hacia Los Mochis desde Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, es una línea recta de 190 kilómetros. Las montañas, lejos. Algunos ríos. La niebla del amanecer flota, ya de retirada como un telón que se levanta.
Frío, de ese de cielo azul.
En El Trébol, la entrada a Los Mochis, justo donde se acaba la autopista, cientos de hombres esperan para ganarse la jornada. Esperan a que un intermediario del tomate (Sinaloa, con el dos por ciento de la población de México, produce el 30 por ciento de los alimentos del país) los suba en esos autobuses amarillos que ya no les sirven a las escuelas de Estados Unidos y les pague por ir a cortar verdura, rompiéndose la espalda todo el día por unos 15 dólares.
Reina la incertidumbre en Sinaloa, tierra natal de ‘El Chapo’
Ismael Pimental, de 50 años, es uno de esos comerciantes de tomate. Botas de punta. Camisa de cuadros. Gorra de una empresa de tractores. Cinturón de hebilla grande. Su mirada indica que se ofrece a romper el silencio que impera en Sinaloa, ese clásico que enfrenta el reportero en los lugares del narco.
Invita a uno de los corrillos, en los que se habla de lo sucedido. El diario local se llama “El Debate de Los Mochis” y su portada de hoy es el Chapo Guzmán, detenido ayer a pocos metros de aquí.
Los hombres examinan la portada, fijándose en la expresión del Chapo, fría, y repiten un mantra.
“Le vale madre”, dicen. Y lo repiten. “Le vale madre”. “Le vale madre”. “Le vale madre”.
Lo miran como si les devolviera la mirada.
“El Señor es bueno”, dicen. Los demás asienten. Pierden el miedo, ríen, bromean.
El Señor es el mayor narcotraficante del mundo.
Pimental gana confianza. Ha tenido un mal día y de repente se ofrece como guía por un rato. Se detiene en un cruce, llama a una mujer que vende diarios y chicles.
“¿En qué casa fue?”, pregunta.
“¿En la de allí?”, dice Pimental mientras señala a la derecha. “¿O en la de aquí?” (señala a la izquierda).
“Por aquí andaban él y el Cholo”, dice la mujer refiriéndose al otro hombre detenido ayer junto al Chapo. “Aquí se les quiere”.
El más audaz ha sido el gobernador de Sinaloa, Mario López. Decide inaugurar un jardín botánico a unas cuantas cuadras de donde ha sido detenido, apenas 24 horas antes, uno de los hombres más buscados del mundo. Cuando alguien le pregunta si la segunda detención en un año y medio del Chapo en su estado le mueve a alguna reflexión, la escena es la siguiente.
“En cincuenta años que vivo en Sinaloa nunca escuché un rumor, un señalamiento, de que estuviera por aquí. Ni de visita esporádica”. (En octubre las autoridades mexicanas confirmaron que habían estado a punto de capturarlo a un par de horas de aquí).
Desde Sinaloa, enfrentando el silencio que impera en los lugares del narco
Alberto Arce, periodista de The New York Times en español, relata lo que vivió en Los Mochis, Sinaloa, un día después de la captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como ‘el Chapo’.
La carretera que lleva hacia Los Mochis desde Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, es una línea recta de 190 kilómetros. Las montañas, lejos. Algunos ríos. La niebla del amanecer flota, ya de retirada como un telón que se levanta.
Frío, de ese de cielo azul.
En El Trébol, la entrada a Los Mochis, justo donde se acaba la autopista, cientos de hombres esperan para ganarse la jornada. Esperan a que un intermediario del tomate (Sinaloa, con el dos por ciento de la población de México, produce el 30 por ciento de los alimentos del país) los suba en esos autobuses amarillos que ya no les sirven a las escuelas de Estados Unidos y les pague por ir a cortar verdura, rompiéndose la espalda todo el día por unos 15 dólares.
Ismael Pimental, de 50 años, es uno de esos comerciantes de tomate. Botas de punta. Camisa de cuadros. Gorra de una empresa de tractores. Cinturón de hebilla grande. Su mirada indica que se ofrece a romper el silencio que impera en Sinaloa, ese clásico que enfrenta el reportero en los lugares del narco.
Invita a uno de los corrillos, en los que se habla de lo sucedido. El diario local se llama “El Debate de Los Mochis” y su portada de hoy es el Chapo Guzmán, detenido ayer a pocos metros de aquí.
Los hombres examinan la portada, fijándose en la expresión del Chapo, fría, y repiten un mantra.
“Le vale madre”, dicen. Y lo repiten. “Le vale madre”. “Le vale madre”. “Le vale madre”.
Lo miran como si les devolviera la mirada.
El espectáculo que ha rodeado la captura del ‘Chapo’ alimenta la desconfianza en México
“Hoy toca comentar la jugada, como si fuera un partido de fútbol. A ver cuánto va a tardar en volver. Ya estará preparando la fuga. Alguien lo vendió”.
Los demás asienten. Pierden el miedo, ríen, bromean.
“El Señor es bueno”, dicen.
El Señor es el mayor narcotraficante del mundo.
Pimental gana confianza. Ha tenido un mal día y de repente se ofrece como guía por un rato. Se detiene en un cruce, llama a una mujer que vende diarios y chicles.
“¿En qué casa fue?”, pregunta.
“¿En la de allí?”, dice Pimental mientras señala a la derecha. “¿O en la de aquí?” (señala a la izquierda).
“Por aquí andaban él y el Cholo”, dice la mujer refiriéndose al otro hombre detenido ayer junto al Chapo. “Aquí se les quiere”.
El más audaz ha sido el gobernador de Sinaloa, Mario López. Decide inaugurar un jardín botánico a unas cuantas cuadras de donde ha sido detenido, apenas 24 horas antes, uno de los hombres más buscados del mundo. Cuando alguien le pregunta si la segunda detención en un año y medio del Chapo en su estado le mueve a alguna reflexión, la escena es la siguiente.
“En cincuenta años que vivo en Sinaloa nunca escuché un rumor, un señalamiento, de que estuviera por aquí. Ni de visita esporádica”. (En octubre las autoridades mexicanas confirmaron que habían estado a punto de capturarlo a un par de horas de aquí).
Se dirige a un periodista local por su nombre:
“Juan, ¿tú cuanto tiempo llevas aquí?”.
“31 años”, responde, tímido el reportero.
“Y, tú, que eres periodista, que a veces sabes más que nosotros, ¿alguna vez escuchaste un rumor sobre el Chapo aquí?”.
El periodista no sabe hacia dónde mirar. Se ríe, incómodo. No responde. El gobernador continúa con su soliloquio: “Esto demuestra que en Sinaloa no se daban las condiciones para que se sintiera seguro…”.
La versión corta dice que habían comprado una casa hace tiempo en un barrio de clase media alta a un pastor mormón, que la repararon hasta convertirla en un cubo de cemento rodeada por árboles, que el Chapo llegó a última hora del miércoles, que alguien dio el aviso, que la Marina les cayó. Que escapó, como es costumbre, por un drenaje fluvial conectado con la casa a través de un túnel —el Señor de las Cloacas, podría ser su segundo sobrenombre—, que robó un auto. Que lo detuvo la Policía Federal, que lo llevaron a un motel de carretera, de parejas furtivas, en lo que llegaba la Marina. Que le sacó unas fotos y se lo llevó.
Y se fue sin pagar la tarifa del Hotel Doux, unos treinta dólares. Como si en vez de ser el lugar de un amor breve e intenso la habitación 51 hubiera sido el lugar del adiós, de un final.
Pimental tiene prisa. Lo del hotel tiene gracia, dice. Pero tiene que vender tomates.
Para terminar el tour saca un CD pirata de la guantera de la camioneta. Música banda. El grupo: Alta Consigna. La canción: “El reo 3578”, el número de preso del Chapo en el penal de máxima seguridad de El Altiplano, escrita hace año y medio, cuando ingresó en el penal. La pone a tope. Distorsiona. Ventanillas abajo. Todo el mundo lo mira. Maneja lento y canta, riendo.
“Le vale madre”.
“Y, tú, que eres periodista, que a veces sabes más que nosotros, ¿alguna vez escuchaste un rumor sobre el Chapo aquí?”.
El periodista no sabe hacia dónde mirar. Se ríe, incómodo. No responde. El gobernador continúa con su soliloquio: “Esto demuestra que en Sinaloa no se daban las condiciones para que se sintiera seguro…”.
La versión corta dice que habían comprado una casa hace tiempo en un barrio de clase media alta a un pastor mormón, que la repararon hasta convertirla en un cubo de cemento rodeada por árboles, que el Chapo llegó a última hora del miércoles, que alguien dio el aviso, que la Marina les cayó. Que escapó, como es costumbre, por un drenaje fluvial conectado con la casa a través de un túnel —el Señor de las Cloacas, podría ser su segundo sobrenombre—, que robó un auto. Que lo detuvo la Policía Federal, que lo llevaron a un motel de carretera, de parejas furtivas, en lo que llegaba la Marina. Que le sacó unas fotos y se lo llevó.
Y se fue sin pagar la tarifa del Hotel Doux, unos treinta dólares. Como si en vez de ser el lugar de un amor breve e intenso la habitación 51 hubiera sido el lugar del adiós, de un final.
Pimental tiene prisa. Lo del hotel tiene gracia, dice. Pero tiene que vender tomates.
Para terminar el tour saca un CD pirata de la guantera de la camioneta. Música banda. El grupo: Alta Consigna. La canción: “El reo 3578”, el número de preso del Chapo en el penal de máxima seguridad de El Altiplano, escrita hace año y medio, cuando ingresó en el penal. La pone a tope. Distorsiona. Ventanillas abajo. Todo el mundo lo mira. Maneja lento y canta, riendo.
“Lo querían humillar esos tipos de la Marina, pero el Chapito dio su cara ese día, alzó firme su mirada, la gente no lo creía. Dejó escuela y un legado, pero veremos pa cuando volverá, de nuevo al trono, para seguir con su mando, una leyenda viviente, este cuento no ha acabado, aunque digan que todo lo que empieza tiene un final…”.
“Le vale madre”.
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